Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Olga Ruiz. Quedan reservados todos los derechos de autor.
La promesa.
«Nunca te abandonaré, pase lo que pase», le prometió.
Él nunca ha roto una promesa, y esta no iba a ser una excepción. Siempre ha sido un hombre fuera de su tiempo, como chapado a la antigua, de los que ofrecen su brazo como punto de apoyo, de los que creen en el poder de la palabra dada y de los que muestran una voluntad férrea e inquebrantable, ajena a las inclemencias del tiempo. Un hombre de los que ya no hay.
Por eso sigue allí, a su lado, a pesar de todo.
No lo tuvo nada fácil desde el principio. Luchó para convencer a sus futuros suegros —en contra desde el primer instante, nada más saber la noticia— de que él sería bueno para ella, de que no intentaría cambiarla y de que la ayudaría a lograr sus deseos. Pero ellos insistían en que su hija era demasiado joven e inocente para casarse con un divorciado como él y padre de dos adolescentes. El hecho de que ella tuviera solamente siete años más que el mayor de ellos no ayudó en convencerlos de que su amor era genuino, verdadero y entregado, capaz de traspasar todas las barreras y sortear todos los obstáculos que se presentasen en el camino.
Y su amor por ella ya ha cruzado todas las fronteras inimaginables.
La diferencia de edad no consiguió separarlos, ni la de razas ni la económica, ni la social, ni siquiera la ideológica. Convivieron transformando todo aquello que los distinguía en un motivo de admiración, y todo aquello que podía separarlos se convirtió en un juego cariñoso. Mientras sus triunfos deportivos subían el montante de sus cuentas bancarias, ella distribuía el dinero que podía en ayudas humanitarias; mientras ella lo llamaba «mi bombón» con mirada golosa, él se divertía agasajándola con regalos lujosos que sabía que ella cambiaría por mantas o bolsas de comida que repartir. No necesitaban más el uno del otro, porque les era suficiente con su amor y su compañía.
Una compañía que ahora ella ya no aprecia tanto.
Es diferente cuando las ausencias te hacen desear el regreso del ser amado. Y al ser un entrenador profesional, él tuvo que pasar largos periodos de tiempo lejos de su pequeño nido. Ella tampoco tuvo nunca la intención de acompañarlo a los partidos, excusándose de que la aburrían soberanamente y que su labor era vital para la organización, ya que continuamente llegaban nuevos refugiados a los que atender. Ella… tan humana y solidaria como siempre.
Es por eso que todavía le permite que siga a su lado.
Él es consciente de que ella ya no siente lo mismo que antes. Ahora que ya no hay ausencias, que todas las noches vuelve junto a ella, nota el distanciamiento, las miradas huidizas, la tirantez en las comisuras de los labios que convierten una sonrisa fingida en una mueca forzada. Aunque lo peor de todo son sus ojos. Ya no brillan con la chispa de la admiración, ni esos párpados se contornean mostrando ternura o deseo. Ahora hay un poso de compasión en su fondo, mezclada con algo de tristeza y melancolía. Lo mira como uno esperaría que mirase a uno de sus refugiados, a uno de los enfermos, o de los que están al borde de la muerte. Y últimamente sus ojos están llorosos, como si mirara a uno que acaba de morir en sus brazos.
Ella es su último refugio, si la pierde se queda sin nada.
Pero él sigue allí, enganchado a ella, aunque no tenga un hálito de vida ni pueda tomarla entre sus brazos, aunque enfríe la atmósfera con su presencia e infeste el aire con su cuerpo en descomposición. Su nido de amor ahora se convierte en un nido de insectos que lo siguen cuando él, cada noche, arrastra los pies fuera de su tumba y deja un reguero de tierra oscura y húmeda en el suelo del salón; allí donde ella lleva esperando de pie un sinfín de eternidades, que han ido minando su amor incondicional hasta reducirlo a pura compasión. Una compasión que la hace sufrir. Los sollozos y los gemidos lastimeros son una prueba de ello.
Él desearía no volver a verla sufrir.
Ya pasó demasiado con el incidente, cuando el infarto en pleno partido lo embarcó dentro de un ataúd rumbo a casa. Eran dos corazones a juego: el de él se detuvo, el de ella se rompió. Recuerda cómo se deshacía en lágrimas frente a su tumba, cómo se ahogaba y cómo el líquido salado penetró de alguna manera en la madera y humedeció sus miembros hasta entonces inertes. Fue su desgarrador reproche por la promesa incumplida, emitido con tanto dolor ante su féretro, el que lo obligó a regresar aquella misma noche, para apaciguarla, para decirle que todo iría bien a partir de entonces porque él seguiría a su lado, con ella.
Pero ahora es su compañía la que la hace llorar.
Hace ya demasiado que vive de pie, en el salón, su regreso cada noche. Que lo refugia, que lo compadece. En todo este tiempo él ha visto cómo sus carnes han ido cambiando, cómo algunas canas han asomado entre las antiguas mechas rojizas y cómo las curvas de su cuerpo han ido tomando redondez. Ya son demasiadas vueltas del reloj, demasiadas hojas de calendario arrancadas. Frente a él ya no se yergue la inocente jovencita que quería cambiar el mundo y con la que compartió el espacio más breve y feliz de su vida, sino una mujer madura y fuerte, independiente y dispuesta a ayudar a los demás, que lleva el propio mundo sobre las espaldas. Pero ante todo, frente a él está una mujer espléndida que tiene derecho a vivir. Que se merece rehacer su vida.
Ilustración de Olga Ruiz
Él no tiene derecho a estar entre los vivos.
Lo sabe. Ni tampoco pertenece al mundo de los muertos. Se ha quedado atrapado en una especie de limbo entre los dos mundos, moviéndose dentro de la fina línea que los separa, desterrado en tierra de nadie. Demasiado vivo para estar muerto, pero demasiado muerto para estar vivo. Es como un zombi que se arrastra por el lodo del cementerio todas las noches y que reposa en su tumba bajo la luz del sol, con el alma pegada a un cuerpo que se deshace lentamente. Sabe el camino de casa, pero ya no es su nido. Pero no puede aferrarse. No puede ser un eterno refugiado. No debe.
En la muerte debe tomar la decisión más dura de su vida.
No puede mantenerse atado a una simple promesa hecha en la plenitud de una vida que ya no le pertenece. Ni arrastrarla a ella al borde del abismo para contemplar la muerte, noche tras noche. ¿Qué vida hay en eso? «Nunca te abandonaré, pase lo que pase». Esas palabras otrora reconfortantes hoy tienen ecos de condena. Y la condena recae sobre ella, injustamente, egoístamente. Él debe liberarse de esa cadena perpetua y liberarla, aflojar el nudo que los ata y soltar los lazos que los unen, aunque eso signifique aceptar que no se puede luchar eternamente contra el tiempo, que no todos los obstáculos son salvables, y que hay fronteras que uno nunca debería traspasar.
Las promesas son frágiles como las flores y volátiles como el polen que se lleva el viento, decepcionantes, mentirosas compulsivas, aterradoras cuando te das cuenta de que te enfrentas a la nada, volubles como la vida, solubles como el mal café, inalcanzables…
Las promesas son excusas baratas que se utilizan para no enfrentarse a los errores cometidos, son un aplazamiento a tiempo perdido, la frustración, la angustia, el miedo al fracaso, el yugo, el dominio, la hostilidad, el ansia de mejora, esos niños perdidos que no encuentran el regreso a casa. La represión del capitán Garfio, la deformidad de su mano perdida.
Pero también son nunca jamás, idílicas, maravillosas, insinuantes, efímeras e intensas como la carcajada que provoca el nacimiento de sus hadas. Manifiesto de fe y esperanza, el rebelde cacareo de Peter y sus pensamientos alegres. Aquello que nos mantiene despiertos cuando todo está dormido, nuestro sino, nuestro locus amoenus cuando andamos necesitados.
Esta convocatoria está llena de mil y una noches de mágicas promesas que pueden hacer que alcances heroicamente el cielo o que te estrelles estrepitosamente contra la tierra. Os invito a descubrirlas, atesorarlas y alcanzar con ellas vuestros sueños.
Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Olga Ruiz. Quedan reservados todos los derechos de autor.
Las cartas nunca mienten.
Lo que dice el título de esta nueva historia es cierto.
Puedo prometerlo y lo prometo.
Hace mucho tiempo una vidente me dijo que encontraría a un hombre bueno y amable, trabajador y cariñoso con el que formaría una estupenda pareja.
Esto no ocurrió en una galaxia lejana sino en una visita que hice con una antigua compañera de trabajo a una vidente de cartas de tarot. También me desveló que pasta, lo que se dice pasta, no iba a tener nunca. Que viviría más o menos holgadamente pero sin engrosar las filas de los grandes rentistas y tipos con dinero de este gran país llamado España.
Me dijo algunas cosas más, y recuerdo que le comenté a mi compañera que una vez, una gitana en el Parque del Oeste de Madrid me paró e insistió en leerme las rayas de la mano.
Yo acepté no muy divertida, pero sí algo curiosa.
Me dijo prácticamente lo mismo aunque añadiendo que mi “hombre” sería rubio y guapo.
Bueno, pues aquí estoy un montón de años después recordando esas anécdotas.
Pero lo más curioso es que yo siempre he tenido interés por la lectura de las cartas del tarot.
Mi abuela materna poseía una antigua baraja de cartas envuelta en un pañuelo de seda.
No quiso regalármelas. Era un poco tacaña y desconfiada.
A mi abuelo no le hacía mucha gracia hablar de ese tema y siempre decía que eso eran gilipolleces de supersticiosos ignorantes.
Total que cuando comencé a trabajar me compré una baraja del tarot de Marsella que es el más conocido o usado por los iniciados.
Y no se me dio mal. Tanto es así que me dijeron y aconsejaron que me dedicara a la lectura de cartas en mi casa o poniendo un puesto en el Estanque del Retiro.
En mi casa recibí a algunas personas. Después de casarme recibí a otras pero algún tiempo después me cansé y mandé a las cartas al carajo.
Bueno, no exactamente.
Aún conservo la cajita de madera labrada en la que envuelvo la baraja en un pañuelo de seda.
Hace mucho que ni las saco, ni las miro, ni las leo.
A veces recuerdo aquellos años y me parece divertido e incluso osado porque daba en el clavo con los aciertos y, por no meterme mucho en camisa de once varas, no profundizaba demasiado en los asuntos que el interesado me preguntaba.
Supongo que se trataba de una regla de oro del quiromante o quiromántico que es el nombre común.
Conocía las reglas generales de la quiromancia y hasta donde podía llegar.
Había distintas formas de echar las cartas sobre la mesa en un tapete de seda con la orientación adecuada y el ambiente preparado para una lectura tranquila, sosegada y sin interrupciones externas.
Ilustración de Olga Ruiz
Una vez le eché las cartas a un chico que quería salir conmigo. Coincidíamos en una biblioteca cercana a mi domicilio. Era muy agradable y guapete.
Se llamaba Oscar.
Siempre recordaré su expresión cuando le dije que veía un problema importante tirando a grave en su familia y que estaba relacionado con alguien de la misma.
Le dije que veía preocupación, ansiedad, nerviosismo.
No quería asustar al muchacho pero veía algo malo, muy malo.
Después de aquello no volví a coincidir con Oscar hasta después de unos cuantos meses, entonces me contó que su madre había fallecido de cáncer.
Me quedé helada y me asusté un poco. Además, me comentó lo de aquella sesión de tarot en la que le dije lo del problema importante de alguien de su familia.
Me confesó que su madre ya estaba haciéndose pruebas en los días de nuestras quedadas en la biblioteca.
Francamente, no supe que contestarle.
Anécdotas de mi época de quiromántica tengo algunas más pero hace ya mucho tiempo de eso.
Tal vez algún día me anime y vuelva a recuperar aquel curioso e intrigante espacio de las cartas de tarot como puro entretenimiento.
No me gustaría dar una imagen frívola de las cartas y de los echadores de cartas, ni tampoco de aquellos que se acercan para que adivines su futuro.
Hay algo misterioso en el rito y certero en las predicciones porque las cartas nunca mienten.
Este relato es propiedad de Inmaculada Ostos Sobrino. La ilustración es propiedad de Olga Ruiz . Quedan reservados todos los derechos de autor.
El súcubo.
Hacía algo de frío en la cabaña, pero no me apetecía encender la chimenea, así que me arrebujé un poquito más en el chal de pashmina que me hubiesen regalado aquella misma noche si no me hubiesen dejado tirada una vez más. Aunque no sé de qué me sorprendía, eran las segundas navidades que me quedaba sola, sobre todo, desde que el grifo se había cerrado y ya no invitaba a mis hijos y a sus respectivas familias a pasar las vacaciones de Navidad viajando por el mundo. Y a pesar de que la excusa seguía siendo la misma año tras año, me negaba a aceptar la cruda realidad, que hacía tiempo que no me querían, que hacía tiempo que nadie se preocupaban por mí, y eso me hacía sentirme bastante triste. Pegué un sorbo de mi gran copa de vino, intentando tragar con el ácido líquido parte de la pena que me corroía por dentro mientras intentaba recordar lo que había hecho mal para merecer aquel castigo divino.
Ilustración de Olga Ruiz
Así que, con la mirada fija en la pared de la cocina, y una mano descansando en la repisa de la isla que formaba la misma, intenté retroceder en el tiempo a través de mi memoria para recuperar el momento en el que se habían rotos nuestros lazos y comprobar si hubiese podido hacer las cosas de diferente manera para poder evitarlo. Pero los recuerdos que venían a mi mente eran muy duros, y siempre salía perdiendo en cada retazo que los componían. Tal vez mi historia, aquella historia que se había grabado en mi mente como un puñado de afilados e hirientes cristales rotos, solo fuera una parte distorsionada de un todo que podría ser observado desde distintos prismas, pero seguía siendo mi parte; esa parte angustiosa que me había destrozado una y mil veces por dentro, aquella parte en la que mi marido me reducía a la nada; aquella parte en la que una y mil veces me dije a mí misma, a modo de consuelo, que al menos no me pegaba, que al menos no bebía ni tenía vicios poco recomendables y que, además, a su manera, me quería.
Pero todo aquello no eran más que falacias que intentaban convencerme de que llevaba una vida digna. La realidad era que no me valoraba, que conforme nuestro matrimonio fue creciendo me quitaba autoridad delante de los niños, yo nunca hacía bien nada, si discutía con los chicos siempre era a mí a la que le reprochaba que se hubiese iniciado la pelea, independientemente de que los niños hubiesen hecho algo mal y yo solo les regañara. Además, siempre discutíamos por terceras personas, y lo peor de todo era que siempre estaba relegada a un segundo plano en cualquier ámbito de su vida, no importaba si era su trabajo, sus amigos o nuestro propio entorno familiar. Me había hecho creer que era un ser inservible, dependiente, que no iba a ser capaz de realizar nada por mí misma en toda mi vida. Y aquí estaba yo, fuerte, reveladora, liberada, con un trabajo que me permitía pagar mis gastos y los desmesurados gastos de mis hijos adultos. Pero lo más gracioso de todo esto no era que mis hijos solo se acordasen de mí cuando necesitaban dinero, no.
Lo más gracioso era que me echaban en cara que hubiese decidido poner fin a la amargura en la que se había convertido mi vida. Bastante aguanté hasta que ellos fueron autosuficientes para poner en orden mi vida y dejar de ser tan solo la chacha que les limpiaba y les servía.
Me puse a estudiar con los pocos ahorros que conservaba de lo que había heredado de mis padres, para poder labrarme un futuro y una profesión y poder ofrecerles una vida mejor, esa vida desahogada y sin preocupaciones que yo nunca tuve. Durante años yo había renunciado a mí misma sin pensar en nada más que no fueran ellos, dilapidé mi juventud cambiando pañales y atendiendo todas y cada una de las necesidades que los bebés requerían, mientras su padre se dedicaba a estudiar lo que a él le gustaba y yo a trabajar cuando podía. Cuando por fin terminó su carrera se puso a trabajar, y esa fue la excusa para delegar en mí también la casa y todas las responsabilidades que esto conllevaba. Después, y cuando las cosas se estabilizaron, me negó el derecho a trabajar, pues alguien tenía que quedarse con los niños y él no podía porque después de estar trabajando arduamente durante la semana necesitaba su tiempo de relax, su espacio, así que se iba a correr, o a tomar cervezas con sus amigos, mientras yo me tragaba las quejas de los niños porque no podían ver nunca a papá. Y con el tiempo todo empeoró, los escasos momentos en que la familia pasaba el día juntos llegaron a su fin cuando empezó a frecuentar reuniones y eventos que se hacían después del trabajo, a los que no era necesario ir, pero a los que él acudía religiosamente, empleando el poco tiempo que hasta ahora nos pertenecía. ¡Y el sexo hacía años que ya no existía! Yo creo que se terminó en el mismo momento en que nació nuestro segundo hijo. De todas formas entre las peleas y las recriminaciones tampoco había demasiado tiempo para la reconciliación.
Aun así, la mala seguía siendo yo, a pesar de que el hecho de haber acabado mi carrera les hubiese ofrecido la cómoda vida que hasta ahora poseían. Y cuando decidí divorciarme, porque ya no aguantaba más, me llamaron histérica, exagerada, e incluso feminazi por el simple hecho de defender mis derechos y pedir la igualdad que me correspondía. Y eso fue lo que no les gustó, el hecho de que tuvieran que desenvolverse sin mí, el hecho de que se tuviese que delegar en los cuatro miembros de la familia todo el peso de lo que hasta ahora yo había llevado.
Y aquí estaba yo, en el único día del año en que, por obligación, me dejaban ver a mis nietos y podía pasar algún tiempo con mis hijos, completamente SOLA, olvidada, arrastrando un pesar que apenas me dejaba respirar.
De repente un cambio, al principio inapreciable, se apoderó de la estancia, fue como si el aire se tornase más pesado o como si de repente el tiempo se paralizara. Parecía que el silencio se había adueñado de la casa, pues ni siquiera pude apreciar el insistente y monótono canturreo de las manecillas del reloj de pared que estaba en la sala. Solo se escuchaba el mismo vacío que sentía en mi alma. Sonreí en mi mente ante esta irónica percepción cuando, de repente, un ruido apenas perceptible llamó mi atención. Era como si algo o alguien se estuviese arrastrando por algún lugar arenoso que pudiese desprender algún tipo de material así.
El ruido se hizo cada vez más fuerte y repetitivo, así que sin dejar la copa que estaba bebiendo y que llevaba ya por la mitad, me acerqué al lugar de donde parecía proceder el sonido. Venía del salón y más concretamente… ¡del hueco de la chimenea! Di un paso hacia atrás asustada ante aquella nueva revelación mientras un torbellino de ideas revoloteaban en mi mente: no tenía vecinos en un kilómetro a la redonda, las llaves de mi coche se encontraban en el piso superior, el teléfono solo tenía cobertura en el baño de la parte de atrás de la casa, y ni siquiera tenía un arma con la que defenderme.
El ruido se hizo más intenso para finalmente acallar su voz con un estruendoso golpe final, como si alguien o algo hubiese saltado desde una altura considerable y hubiese aterrizado en la base de la chimenea con su consiguiente nube de polvo y ceniza inundando el salón. Ahora temí más por una mala caída como consecuencia de un accidente que por una agresión, así que dejé la copa de vino encima de la mesita de sobremesa que tenía frente al sofá y me dirigí hacia lo que quiera que fuese que produjera aquel sonido.
Cuando la polvareda se dispersó, apenas pude ver dos botas negras y un traje rojo salir del hogar de la chimenea.
—Sorpresa —exclamó una voz, pero sin ningún tipo de cadencia o entonación en su materialización.
Tosí un poco antes de contestar intentando recuperar la limpidez que hasta ahora existía en mi garganta.
—Perdona, ¿quién eres tú y qué haces en mi casa?
La persona que tenía ante mí era un joven de aproximadamente unos treinta años, la misma edad que tenía en la actualidad el mayor de mis hijos. Iba vestido de Papá Noel y me miraba con gesto desconcertado a través de unos inquietantes ojos azules.
—¿Tu casa? ¿Desde cuándo…? Quiero decir… creo que no me he equivocado de dirección… ¿Y Rosalin? —me preguntó algo nervioso.
Entonces organicé en mi cabeza la situación y comprendí el absurdo de aquella incidencia.
—Ah… ¡vale, vale! Creo que puedo explicártelo, ya veo a quién buscas. Rosalin es la hija de mi mejor amiga y ella, como ves, no está, quiero decir que ya no vendrán nunca más aquí a no ser que las invite…, bueno, que quiero decir que me han vendido la cabaña.
—Justo hace dos años‚ ¿verdad? —me preguntó entonces entendiendo.
—Imagino que fue la última vez que la viste —sentencié—. ¿Eres un amigo del trabajo u os conocíais del grupo de escalada que tenía aquí?
El muchacho me dirigió una mirada perdida, se le veía bastante afectado, igual era un rollo de la chiquilla que esta no había sabido cómo gestionar o algo así. Por eso intentaría no comentarle que se había casado hacía dos meses con su novio de toda la vida.
—Ni lo uno ni lo otro. ¿Por qué te vendieron la casa a ti?
—Pues porque estoy sola y necesitaba un lugar en donde esconderme del mundo y olvidar todas mis miserias —le dije sinceramente sin saber por qué. El muchacho cambió entonces su expresión por completo y me dirigió una extraña sonrisa mientras se erguía y su figura, que sería aproximadamente de un metro ochenta, pareció inundar la habitación.
—Espera un momento, como que ni lo uno ni lo otro —hablé de nuevo turbada intentando distraerle, ya que la incesante mirada que ahora me manifestaba me ponía muy nerviosa y no supe por qué.
—Que no conozco a Rosalin de la universidad ni tampoco de su grupo de escalada. De hecho, no creo que Rosalin, a pesar de la agilidad que demuestra, pudiese escalar en estos momentos.
Le miré realmente desconcertada ante aquellas declaraciones. El chico se permitió soltar una carcajada bastante divertido.
—Creo que te has confundido de Rosalin al aseverar que era mi… podríamos llamarlo ¿fuente de interés?
—No puede ser… ¿Es Rose tu… tu… amiga? —le pregunté entonces entendiendo la complejidad del asunto. Mi amiga Rosalin, Rose para mí, tenía una hija a la que le puso su mismo nombre por tradición familiar.
El muchacho enarcó una ceja de forma irónica antes de contestar:
—Me gustan mayores, y tú también me sirves.
—¿Cómo que te sirvo? —le pregunté indignada.
—Pues que me pareces muy atractiva —me contestó con picardía mientras se quitaba los restos de ceniza que ensuciaban su oscuro pelo.
—¿No estarás insinuando que … tú y yo…?
—¿Por qué no?, los dos estamos solos, no hay nada que nos ate y es obvio que nos sentimos atraídos. ¿O acaso no te parezco atractivo?
Esta atrevida parrafada me dejó descolocada, sin saber muy bien qué decir, pero el chico me seguía mirando con un extraño destello febril en los ojos.
—No estoy loco, si es lo que estás pensando, lo que pasa es que mi sinceridad suele causar este efecto, no me gusta ir con rodeos. Es por eso que he de reconocer que cuando no he visto a tu Rose, mi Rosalin, me había decepcionado un poco. Llevábamos algún tiempo viéndonos así, me había acostumbrado, pero…
—¿Quieres decir que Rose y tú quedáis para…? —le pregunté entonces escandalizada. Él se limitó a sonreírme de nuevo y a encogerse de hombros mientras se quitaba la parte de arriba del disfraz ante mi estupefacta mirada. Seguidamente se quitó el resto y se quedó con la ropa que llevaba debajo, que eran unos vaqueros y una camisa negra que resaltaba aún más el azul de sus ojos.
—Veo que eres de las que piensan como antaño, por lo tanto antes de continuar te lo volveré a preguntar. ¿Acaso no soy de tu agrado?
Lo miré boquiabierta, estaba totalmente traumatizada, no sabía qué pensar de aquel muchacho que en principio me había parecido coherente en su historia y que ahora parecía ser bastante anormal, aunque por otro lado sí era cierto que hacía tiempo que me había fijado en sus atractivas facciones e incluso me había tomado la libertad de fantasear. ¡Hay que ver cómo se comporta la mente humana en algunas extrañas situaciones como esta! Así que al recalcarme de nuevo su pregunta no pude hacer otra cosa que ruborizarme y ponerme a divagar:
—Yo no pienso nada… ¡Y dices que no estás loco! De verdad, deberías marcharte. Yo…
—Aún no has contestado a mi pregunta. Sé que te gusto, pero necesito que me lo digas tú de verdad, si no, no podré actuar.
—¿Actuar? ¿Tú… qué pretendes? Bueno, da igual, creo que voy a llamar a la policía.
—Sabes que solo tienes cobertura en el cuarto de baño de atrás y encima tu móvil está en el piso de arriba. Además, tardarían demasiado en llegar. Para cuando lo hicieran podría haberte matado.
Lo miré indignada, había olvidado que él conocía esta casa mucho mejor que yo, sobre todo si llevaba tanto tiempo manteniendo una relación con Rose. ¡Maldita Rose! ¿Por qué no me había contado nada? ¡Claro, por eso la veía últimamente tan animada! ¡Pájara! Ahora entendía el porqué.
—– Disculpa, te estoy asustando, solo bromeaba, no tengo intención alguna de dañarte, pero sí que es cierto que no me importaría pasar esta noche contigo si tú también lo deseases. Pero como veo que te estoy incomodando, me iré, al fin y al cabo tan solo somos dos extraños. —–me dijo entonces el muchacho remarcando de una forma inusual esta palabra mientras me miraba fijamente a los ojos.
Y, entonces, un excitante hormigueo recorrió todo mi ser, sensación que desde hacía décadas creía tener extinta. El chico se dirigió a la puerta y cuando la abrió el paisaje que se reveló en el exterior fue desolador. Una tremenda tormenta estaba cayendo en esos momentos y yo apenas me había dado cuenta.
—¡Espera! —le dije—¡No puedes irte así!
—¿Acaso te lo has pensado mejor? —me dijo de forma pícara.
Fui a protestar mostrándole mi indignación y decirle algo así como que no podía dejar que se aventurara con aquella tormenta porque era una locura, pero en vez de ello me sorprendí devolviéndole el coqueteo.
—No te hagas ilusiones… ¡de momento!
El chico entonces cerró teatralmente la puerta de un solo manotazo mientras me dirigía una amplia sonrisa de complicidad, después me dedicó una reverencia y me contestó:
—Tus deseos son órdenes para mí y cualquier cosa que desees me encargaré de hacerla realidad…
Y dicho esto, y tras volverme a hacer ruborizar, me acompañó hasta el salón. Después de esta última y turbadora expresión de interés, la conversación resultó más civilizada, le dejé mi teléfono para que pudiese llamar a un taxi que lo pudiera acercar hasta su casa. A los tres minutos volvió del baño de detrás de la casa con el móvil en la mano y una sonrisa. Le habían dicho que a causa de la tormenta el servicio de taxis se podría retrasar de cuatro a cinco horas como mínimo, pero que le avisarían en cuanto lo enviaran.
—El destino quiere que pasemos esta noche juntos —alegó.
Después todo vino rodado. Preparamos juntos la cena, cenamos y charlamos tomando unas copas de vino. El ambiente se había vuelto mucho más distendido y tenía que reconocer que me sentía bastante cómoda en su presencia. Era un joven encantador y el halo de misterio que lo envolvía le hacía parecer más interesante. Al principio hablamos de cosas triviales, pero luego, y dada la irresistible atracción que crecía cada vez más en mí, intenté averiguar cosas de su vida. Pero mi investigación se terminó en cuanto él me contestó de forma evasiva que si me contaba algo, aunque simplemente fuera su nombre, la magia se rompería y se perdería esa complicidad que habíamos construido. Y tenía razón, pues por otro lado yo tampoco necesitaba saber más. Lo único que tenía claro era que gracias a él esta no formaría parte de esas nefastas navidades que hasta ahora había tenido en mi vida, y eso era lo único que me importaba. Así que terminé hablándole, sin poder evitarlo, sobre mi vida, tanto de los buenos como de los malos momentos que había pasado. Y él me escuchó atento, paciente, cercano… Hubo algunos momentos de cierta tensión emotiva que él supo lidiar dándome pequeñas muestras de cariño como palabras amables o el roce de nuestras manos. Y poco a poco me fui relajando. Reímos juntos, lloré, bromeamos, nos tocamos fraternalmente, coqueteamos, y entonces comprendí que ya estaba decidida, pues me sentía tan compenetrada y en cierto modo querida que no me importaron los años que nos separaban, ni que mi cuerpo fuera una vieja reliquia, sino solo las personas que se encontraban una frente a la otra y lo que esas personas sentían. Así que, armándome de valor, apreté sus manos que ahora se entrelazaban con las mías y le dije:
—El momento ya ha llegado.
Y no hubo que explicar nada más. Él me sonrió ampliamente mientras nuestros rostros se desdibujaban lentamente. Después, nuestros labios se encontraron y crearon cascadas de dicha que jamás pensé que sentiría mientras nuestras manos revoltosas exploraban cada centímetro de la piel de la persona que teníamos al lado. Y nos desinhibimos, y nos desatamos, expresando nuestras sentimientos con la misma ferocidad que la tormenta que nos había aislado.
Ni siquiera me di cuenta de cuántas horas habían pasado, pues cuando me desperté la tormenta había cesado, así como la pasión que hacía tan solo unas horas habíamos descargado. Me atreví a mirar su rostro mientras apartaba un mechón rebelde que le caía de lado sobre sus preciosos mares azules. Él también me miraba, y ese brillo febril que había mantenido mientras estábamos entrelazados seguía estando agazapado en el brillo de sus ojos, en la comisura de sus labios. El estómago se me encogió de dicha y le sonreí como una quinceañera le sonríe a su amor de verano. Entonces el teléfono se iluminó y él se giró para leer lo que lo había avivado.
—El taxi está aquí, será mejor que me vista —me dijo en un susurro.
—¡No te vayas! ¡Quédate, y dile que te lo has pensado! —le ronroneé como un gato, y su respuesta fue un beso apasionado.
—Al menos deja que baje a darle algo por haberse acercado —me contestó triunfante.
Y después, levantándose y poniéndose los pantalones, desapareció por la puerta del cuarto, cosa que aproveché para tumbarme de espaldas y estirar mi cuerpo aletargado. El móvil se volvió a iluminar, y no una vez sino cuatro, de una manera tan insistente que temí que hubiera pasado algo. Así que me levanté a regañadientes y lo desbloqueé esperando encontrarme como primera conversación el mensaje que el taxista había mandado, pero en vez de eso quien reclamaba mi atención febrilmente era el whatsapp de la hija de Rose, que no paraba de escribir transcribiendo lo que su madre le iba dictando.
Me preguntaba en primer lugar si todo iba bien, y luego que si podía hacer el favor de llamarla en cuanto lo leyera, que su madre estaba muy preocupada por si me había pasado algo, que le estaba diciendo no sé qué cosa sobre las navidades y que era peligroso que estuviera sin nadie, y que si mis hijos habían llegado. Iba a contestar cuando mi salvador de navidades entró de nuevo en el cuarto. Vestía los mismos pantalones con los que se había marchado, pero al cuello llevaba un medallón con una especie de piedra iridiscente que brillaba a cada paso.
—¿Se lo has dicho? —le pregunté ansiosa.
—Sabes que no. Nunca llamé a un taxi y el mensaje que sonó no era para mí, Claire.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté un tanto aturdida.
—Dímelo tú —me respondió de una manera un tanto inquietante.
Y entonces me puse a pensar en nuestro encuentro y sobre todo en las conversaciones que habíamos mantenido los dos, en esos pequeños detalles que yo había pasado por alto como el hecho de que supiera que no había cobertura si no te ibas al baño de atrás y que mi móvil estaba en la habitación de arriba, que a mi mejor amiga yo la llamaba Rose como muy bien él apuntó, «[…] tu Rose, mi Rosalin», y sobre todo esta última revelación: ¡Sabía mi nombre cuando yo jamás se lo había dicho! «¿Qué demonios estaba pasando?», me pregunté mientras toqueteaba enloquecida el móvil en busca de las pruebas que lo delataban, y en efecto, allí estaban igual de ausentes que mi propia consciencia.
—Tenía que inventar una excusa para que me permitieras estar aquí, al fin y al cabo aún no había sido invitado.
—¿Invitado a qué? —le pregunté cada vez más asustada.
—A entrar en la casa, a quedarme aquí para poder poseer lo que ahora es mío —me dijo acercándose peligrosamente.
Intenté moverme, pero estaba paralizada, y no solo de miedo sino literalmente paralizada. No podía apartar la vista de sus ojos, que ahora brillaban con un maligno fulgor mientras venía hacia mí. Entonces sus manos se transformaron en una especie de garras con largas uñas y mientras echaba mi rostro hacia atrás para inmovilizarlo con su mano izquierda, con su mano derecha acercó una larguísima uña meñique a mi garganta y la dejó apoyada sin más, presionando contra mi piel pero sin atravesarla.
—Te he dado esta noche todo aquello que se te negó a lo largo de tu vida, te he devuelto por unos breves instantes la juventud que se te arrebató por la maternidad. Te he dado ese protagonismo que tanto anhelabas al ser antepuesta a todo lo demás, independientemente de que hubiese más hembras de tu especie que pudieran tentarme. Te he despojado de tu pudor carnal para poder expresarte sin restricciones como el ser sensual que eres. Y sobre todo, te he liberado de tu carga emocional para que no tengas que sufrir como has estado sufriendo durante todos estos años.
—¿Qué eres? —le pregunté vislumbrando mi pronto final.
—Un súcubo, aunque soy un bicho raro en mi especie, ya que normalmente son mujeres las que ostentan este cargo. Nos alimentamos de la desesperación y de la soledad, y sobre todo de la energía de aquellas personas que están tan atormentadas y decepcionadas de la vida como tú.
—¿Y por qué Rachel se te escapó?
El súcubo chasqueó la lengua para luego contestar:
—Apareció Rosalin y se la llevó antes de que terminase mi trabajo. Tú mejor que nadie deberías saber que pasó muchos años intentando superar su duelo por la pérdida de su esposo. Tuve que estar trabajándomela dos años para que lo olvidase y empezase a confiar en mí, pero justo cuando íbamos a consumir nuestra unión su hija vino y la alejó de mí. Por eso pensé que al haber de nuevo luz en su casa ella habría vuelto.
—¿Por qué lo del traje? —pregunté intentando alargar el tiempo para ver si se me ocurría alguna forma de no morir.
—Pues eso era simplemente un jueguecito que ambos nos traíamos entre manos, aunque no creo
que te interesen mucho los detalles ya que vas a morir. Si no estuviese tan exangüe después de estos últimos dos años de ayuno, me esforzaría incluso hasta en mostrártelo o disfrutaría un poco más de ti. Pero ahora sí que ha llegado el momento.
Y dicho esto clavó su uña en mi cuello atravesando mi piel como una finísima aguja. El dolor intenso y embriagador se deslizó por mi cuerpo como un efectivo veneno, pues segundos después solo pude sentir la oscuridad…
Este relato es propiedad de Jorge Pérez Rivero. La ilustración es propiedad de Olga Ruiz. Quedan reservados todos los derechos de autor.
Querido diario:
Hace tiempo que no nos sentamos tú y yo a charlar durante un rato y espero que no estés molesto por ello; soy consciente y te pido disculpas. Barcelona da para mucho y normalmente dedico unos minutos de mi tiempo, antes de dormir, para contarte mis penas o mis pensamientos, aunque esta vez se haya alargado demasiado nuestro reencuentro.
No quisiera aburrirte con estúpidos comentarios sobre problemas personales que no interesan a un ente como tú y por ello, para salvar estas semanas de ausencia y sufrimiento por tu supuesta parte, voy a regalarte uno de mis secretos mejor guardados y que supondría un gran descubrimiento si alguna vez llegase a ser un escritor mundialmente conocido.
Sí… Ya sé que lo he soñado muchas veces pero, aunque vaya con algo de retraso en mis escritos, aún tengo tiempo para alcanzar la cima si bien lo que vaya a relatarte ahora no tenga mucho que ver con mi futuro éxito y fortuna.
¿Preparado?
Todo comenzó hace ya muchos años, catorce creo recordar, y quizás lo que hago ahora sea un pequeño homenaje por aquella maravillosa época. Realmente no fueron los mejores de mi vida pero tuvieron algo de sentido a la hora de convertirme en escritor.
¿Qué? ¿Por qué llegué a decidirlo? Esa es una buena pregunta y has hecho muy bien en plantearla, ya que es parte fundamental en este relato; sin ello, nada de esto hubiera ocurrido.
Mi profesora de Historia había escrito varios libros y nadie en la clase tenía conocimiento sobre aquello: algunos versaban sobre la Guerra Civil española y otros abarcaban, también, el ámbito histórico. Aquello me impactó gratamente pues nunca antes había conocido a un escritor en persona, de mayor o menor nivel, pero seguía siendo mi primera vez. La conversación que mantuvo con nosotros sobre ello me dejó impresionado y, a mis catorce años de edad, comencé a reflexionar sobre el tema, pues mil y una historias rondaban en mi cabeza y descubrirlo quizás hubiera sido la acción que necesitaba para darme cuenta de que podía compartirlas con el resto del mundo igual que otros así lo había hecho ya.
Sí, esto no es ningún secreto, lo sé. Pero para que haya misterio, primero debía hablarte sobre esta parte o no lo habrías entendido. Dame unos minutos para pensar cómo contártelo y verás.
Iba a la misma clase que yo y así lo hizo hasta que acabé el instituto. Sí, estamos hablando de una compañera, aunque te sorprenda, pero había algo en ella que me marcó para siempre. ¿Amor? Quién sabe. Yo era joven e inexperto en esos temas y ni sabía siquiera lo que realmente me gustaba pero allí estaba, cada día, cada recreo, cada examen. Esperando que levantase la mano para escucharla hablar o que saliera a la pizarra y así verla más de cerca. Era de las más listas de la clase, ¿sabes?, y ello me fascinaba, pero yo era muy tímido y nunca dije nada. Qué podría decir, bastante traumas tenía ya y no me apetecía llamar la atención más de lo debido.
¿Que si ella tiene que ver con el secreto? Para ser un libro inanimado eres más listo de lo que pensaba. Sí, ella es realmente el secreto.
La última vez que la vi fue hace ocho años, creo recordar, y realmente nada cambió para con nuestra relación. Simplemente un saludo amable que no tornó en nada más. Es cierto que intenté de alguna forma acercarme más a ella durante nuestra etapa estudiantil en alguna de las fiestas que se organizaron, pero de poco sirvieron las breves conversaciones que mantuvimos. No existiría este secreto si todo hubiese ido a mejor, ya me entiendes.
Ya, ya, que vaya al grano, no me presiones más que terminaré en breve.
Como muy bien sabes, en 2011 publiqué mi primer libro pero, realmente, no fue el primero que escribí. Mi obra magna, que algún día verá la luz, la inicié justo el año en que mi profesora de Historia nos reveló su segunda profesión. Aquel momento, ya con quince años, y todas aquellas sensaciones revoloteando en mi cabeza, me llevó a recrear la única forma posible de poder estar con ella. Un personaje se enamoraba del actor principal y era algo muy puro que, en algún momento, le salvaría la vida. No, no voy a revelarte nada. Ya lo verás cuando se publique de aquí a unos años. Lo importante es el hecho de que esta relación no es tan ficticia y surgió por una razón real y ello me dio que pensar cuando tuve la oportunidad de publicar mi primer libro. Y ahora, con el segundo en camino y el tercero finalizándolo, todos tendrán algo en común.
¡Vaya! Sigues dejándome sin habla. ¡Muy bien! Lo has adivinado, aunque he de reconocer que te lo he puesto bien fácil.
Si alguna vez soy un escritor conocido y lees varias de mis obras, búscala entre mis páginas pues ella participará en cada una de las historias. Ya fuere de actor principal, secundario o un mero caminante que pasaba por allí y no sea piedra angular en momento alguno. Da igual si los libros tratan sobre ciencia ficción, policíacas, históricas o una mezcla de géneros, su simple recuerdo las hace importantes. Al releerlas aún tengo la sensación de que realmente sí que sabía que yo existía y que pudiera haber hecho algún movimiento tratando de ponerme en contacto con ella. Quién sabe, puede que se convierta en una fan y lo descubra por sí misma. Mientras tanto, su cara tendrá muchas descripciones, pero su rostro será único e invisible para todo el mundo menos para mí.
Propiedad de Olga Ruiz
Buf, creo que ya ha estado bien por hoy. No te quejarás de todo lo que te he contado. Valdrá para compensar todo lo que no he escrito durante estas semanas.
No me mires así, sabes que mis palabras son ciertas y convencerían a cualquier tribunal que las juzgara. Ahora bien, solo tú y yo lo sabemos, así que mantén las cubiertas cerradas y no lo airees por ahí o se terminará la magia.
Bueno, es hora de dormir. Hablamos mañana, ¿vale?
Descansa y coge fuerzas para mis encontronazos del día.
En esta convocatoria de Surcando Ediciona se invirtieron los roles. Paloma, ( Dove White) realizó el texto y yo realicé la ilustración. Sed benévolonos no es mi oficio pero lo hice encantada.
No me gusta el circo.
Nunca me ha gustado el circo.
Siempre me ha parecido un lugar triste y desdichado.
Desde pequeña he tenido la sensación de que los que trabajaban en el circo eran desgraciados, y no podían sobrellevar su tristeza en otro lugar que no fuera el jodido circo.
Porque ―al fin y al cabo― en el circo, los artistas adoptaban un personaje, una ficción, una máscara.
Cuando veía una película ambientada en el circo siempre me encontraba con una tragedia griega, con una historia tremebunda, con unas vidas desesperadas.
En la película “El mayor espectáculo del mundo” del año 1952 hay una historia muy triste, la de un payaso encantador y muy risueño que esconde tras su maquillaje el inmenso dolor de tener que abandonar a su queridísima madre para esconderse de la justicia ya que antes de payaso fue un reputado médico que por una negligencia causó la muerte de un paciente y la policía lo busca para enchironarlo.
James Stewart daba vida al payaso-médico o al médico-payaso que salía haciendo sus gracias entre número y número circense.
Pero lo que verdaderamente me hacía llorar y que se me saltaran las lágrimas era cuando el pobre payaso se acercaba a las gradas y se sentaba junto a una encantadora ancianita con sombrerito y la abrazaba y besaba con gran ternura mientras la señora se secaba las lágrimas.
Claro, era su madre que seguía al circo de ciudad en ciudad para poder ver a su querido hijo y estar junto a él aunque sólo fuera unos momentos.
James Stewart estaba sublime en esa película.
Y más sublime aún estaba cuando durante un terrible accidente de tren el circo queda destrozado, y tiene que atender a los heridos viéndose su pericia como cirujano descubriéndose el pastel.
Los amores contrariados y trágicos y los “menage a trois”, en esa película también ofrecen su espectáculo de tristeza y lágrimas.
Total, que la película es maravillosa pero sigo pensando que el circo me resulta detestable.
Un circo en plena meseta castellana con la trágica historia de amor entre Puck, el payaso, y Cecilia, guapa y ambiciosa también me hizo llorar mucho.
No por las artimañas de la zorra de Cecilia que le tiene al pobre Puck al borde del colapso mental y del otro sino por el papelón de la pobre Lina, la buena muchacha, que siempre ha amado a Puck y ve como Cecilia intenta arrebatárselo.
Se trata de la célebre zarzuela Las golondrinas.
De nuevo a llorar y a acordarme de los ancestros de los que inventaron el circo.
Es muy posible que exagere.
El circo tiene sus cosas buenas también.
Pero los payasos siempre me han dado pavor. Y no hablo de los payasos psicópatas y asesinos que tan de moda están ahora, sino por las trazas de los susodichos.
Cuando era muy niña, mi padre me llevaba al famoso Circo Price a una gala de Reyes y me hacían fotografías con los payasos ― que serían muy buenas personas― pero a mí me daban mucho miedo.
Precisamente, tengo una fotografía en la que se me ve pequeña, muy mona, con una carita de susto impresionante junto a un payaso sonriente y paciente que está intentando hacerme reír pero que no lo consigue del todo.
Volviendo a la actualidad de mi vida, los célebres Payasos de la tele me caían bastante mal.
Las canciones que cantaban como La gallina Turuleta, Susanita tiene un ratón, Mi barba tiene tres pelos, Feliz, feliz en tu día, etc, se me atragantaban.
Bueno, tal vez las canciones, no, pero ellos sí.
Ni Fofó, ni Miliki, ni Milikito, ni Gaby, ni ninguno.
No era una niña porque ya tenía más años que el hilo negro cuando televisaban a los dichosos payasos, pero no los tragaba. ¡Qué le vamos a hacer!
Cuando escuchaba a Fofó preguntar ¿cómo están ustedes? me piraba.
Hay otras películas, historias, novelas y cuentos.
Uno de ellos era Martita en el circo, uno de mis preferidos.
Siempre que iba con mi padre a la biblioteca de la Telefónica en el Centro Cultural Deportivo que la Compañía poseía en la Gran Vía de Madrid pasaba las horas muertas leyendo los libros de la colección de la cursi de Martita.
Entonces, tal vez, no odiaba tanto el circo, jajajajajaja.
En el fascinante y “espeso” mundo de la ópera, Pagliacci se lleva mi aplauso soberano porque es un dramón muy mediterráneo.
El lugar de la acción es un pueblecito de la Calabria italiana durante una fiesta religiosa, La Asunción, y a mediados del siglo XIX.
Total, drama asegurado por celos y cuernos.
No voy a contar la historia de celos, pasión y muerte de esta afamada ópera porque parece algo repetitivo pero el momento, momentazo del tenor lírico cantando y llorando Vesti la giubba es algo sublime y llorar se llora como un descosido.
Yo siempre he llorado al escuchar esta aria tan trágica.
Un pobre payaso que sólo sirven para que se rían de él como su mujer, Nedda, que se la pega con Silvio.
En fin que aparte de los dramas, las tragedias, las lágrimas, y las emociones que despierta el circo y las alegrías de los payasos, los malabaristas, trapecistas y domadores, a pesar de que los circos con animales están en el entredicho y están empezando a prohibirlos, el circo es el mayor espectáculo del mundo.
Y no porque lo diga Cecil B. De Mille, es que lo digo yo aunque no me guste.
Paloma Muñoz Dedicado al Circo Price Madrid, 9 de abril 2018
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