INVOLUCIÓN
Un día te despiertas y al mirarte en el espejo descubres que se te ha caído la cara. Es un efecto extraño. Todo está en su sitio, excepto que el mentón ha aumentado un centímetro. Parece tu cara pero no lo es. Has convivido con ella durante cincuenta años y ahora no te reconoces. Casi los mismos ojos, la nariz, la boca, pero el conjunto resulta ajeno. Tocas tus párpados, tus cejas, estiras los pómulos y lloras.
—Cariño, esto es terrible. Ha ocurrido —dices con una lenta y lastimosa caída de ojos.
—¿Qué, qué te pasa? El “cariño” está a tu lado afeitándose, levanta la ceja, te mira y advierte: «No es para tanto, nena. Vamos madurando.»
Pero tú estás segura que esa no eres tú, y su opinión ya no te resulta tan importante, te mira pero no te ve. Sin embargo hace bien el papel intentando consolarte: «No llores, anda, píntate un poco y péinate con ese moño tan bonito que sólo tú sabes hacerte, ya verás cómo te ves mejor.»
Puedes estar dormida, tener un mal sueño. Te pellizcas, pero no, palpas otra vez la cara y comienzas la rutina matinal sin prestarle más importancia.
Desayuno, cigarrillo, te vistes, te rehabilitas con maquillaje la fachada del rostro y te marchas al trabajo. Por la calle observas cómo te mira la gente. Estás paranoica. No, no lo estás. De todos modos, sacas las gafas del bolso y te las pones; a las ocho de la mañana no hace especialmente sol, pero no lo soportas, no soportas esas miradas clavadas en tu cara gravitada. Horror, tu vecina, se cruza contigo en la esquina.
—¡Hola, buenos días! —dices pareciendo vital.
—Hola, oye, pero, ¿qué te pasa? —te pregunta.
—No, nada.
—Espera, ¿estás enferma?
—No, no te preocupes. Tengo prisa, llego tarde, luego te veo.
—Chica, no sé pero…, te noto algo raro. ¿Estás bien?
—Sí. Luego te llamo —afirmas contundentemente sin parar y sin mirar atrás. No te convence tu respuesta, sabes que algo te pasa. Ni siquiera puedes explicar el qué pero ella te conoce perfectamente.
En diez minutos llegas al trabajo. Te sientas y la silla vence más de la cuenta. Es una silla de oficina hidráulica. Reviento el botón del pantalón. Vas al baño. Comienzas a sudar. Necesitas volver a mirarte en el espejo. Estás asustada. Vuelves a verte horrible. No. Todavía más horrible. Lloras otra vez. Tus ojos se han vuelto tristes, opacos, y la sonrisa está horizontal, fuerzas la curvatura con los dedos índices sujetando los labios hacia arriba, sueltas. No se mantiene. Esa imagen del espejo, definitivamente, no eres tú, no es tu boca. Vas a vomitar. Abres la puerta del aseo y la cierras de un manotazo. Te precipitas sobre el inodoro y efectivamente, vomitas. Te limpias, te limpias con el papel, te incorporas y sientes un ligero mareo. Bajas la tapa y te sientas. Tocas la costura de los pantalones y compruebas que se ha reventado por el culo también. ¿Qué está pasando? Y, ¿por qué a ti? Levantas tu camisola de verano y compruebas que las tetas han disminuido y se han caído, mientras que tu cintura ha desaparecido formando una masa compacta entre el pecho y la cadera que se precipita hacia el suelo.
Decides no volver a mirarte en el espejo. Empiezas a sudar mucho. Y crees que es un mal sueño. Despertarás. Empiezas a rezar. Te lavas la cara y las manos en el lavabo y sujetas el pelo con una coleta. Vuelves a tu puesto de trabajo y haces ejercicios de respiración. Dos minutos y un sol resplandeciente. Reinicias tu ordenador que está dando problemas de arrancado y cuando empiezas a trascribir la carta del Jefe de Sección para el Jefe de Servicio, compruebas que tus dedos se están hinchando y acortando. Te levantas y pides a tu compañera que se ponga a tu lado. Estás histérica. No te entiende. Tras una solicitud mucho más agresiva, termina acercándose a ti.
—Por favor, Encarna, ponte a mi lado. —Encarna es la mejor persona del mundo, la mejor compañera, amiga, confidente, estupenda persona que te aguanta cada día.
—Voy, espera.
—Que te pongas a mi lado.
—¡Jo, como vienes hoy! Ya, aquí me tienes.
—Mira mis manos, mira mis brazos, mírame. ¿No lo ves?
—¿No veo el qué?
—Pues esto: observa mis brazos, me están creciendo, compara tus manos y mis manos, dedos me están engordando y acortando.
—Estás diciendo tonterías. Es el calor, que agota los cerebros. Oye, yo no veo nada. Deja de preocuparte ya. Cógete el día. Véte a casa.
—No, no puedo permitirme el lujo de pedirme el día. No tengo más días de vacaciones. Sólo me quedan tres y los tengo que usar en Navidad con los niños.
—Pues relájate ya, ¿vale? Estás un poco más hinchada de lo normal, estás nerviosa, quizá por la menopausia, pero no pasa nada. De verdad. Confía en mí. Todo está bien.
Vuelves a sentarte en tu escritorio y sigues trabajando durante las siguientes tres horas. Cada vez te resulta más difícil concentrarte y seguir leyendo la carta. Casi no puedes escribir sin mirar las letras en el teclado. Todo tu mundo se empieza a desmoronar. Te levantas, te estiras, pero al intentar incorporarte compruebas que tu espalda ha adquirido esa postura encorvada característica de los primates. Ya has comprendido algo: ¡Estás alucinando! Acabas de darte cuenta. Esas cosas no pueden estar pasando, y no a ti, y menos en ese lugar. Esas cosas no pasan.
Decides ir al office para beber agua fresca y tomarte algo. Abres el refrigerador y ves un poco de fruta. No sabes de quién es pero de repente te ha surgido un apetito atroz. Te la comes a mordiscos y lo dejas todo perdido. Tus compañeros te reprenden pero tú no sabes qué decir.
Mientras limpias y adecentas un poco la mesa, te ves reflejada en el cristal ahumado de la ventana. No tienes cuello. Tu cara y tu tronco son lo mismo. Una prolongación de carne, pareces algo así como un besugo con pelos. De repente tienes ganas de dormir, buscas un lugar tranquilo y oscuro y lo encuentras en el sótano, donde está el archivo. Allí te quitas la ropa que te oprime y te tiendes encima de unas cajas de cartón donde se acumulan expedientes de años anteriores, simulando una pequeña camita.
Has perdido la noción del tiempo. Quizás duermas dos, tres o incluso cuatro horas y sólo las ganas de orinar te despiertan. Lo haces allí mismo, en cuclillas. Decides salir al mundo. Ves un ascensor. Sabes que es un ascensor y pulsas la tecla cuatro. También sabes o recuerdas qué significa cuatro. Regresas a tu puesto de trabajo. Al llegar a la planta y abrirse las puertas saltas al rellano. Eres el centro de atención y comienzas a oír algunas risas.
Alguien dice: ¡Venid, venid todos. Mirad lo que acaba de llegar!
La Chica de la limpieza corre hacia ti con una escoba en la mano.
El Chico guapo de la recepción le corta el paso y le increpa: «Ni se te ocurra. »
—¿ Pero qué hace aquí esta mona?— pregunta la recepcionista.
Quieres hablar, pero sólo articulas algunos gruñidos enfurecidos.
—¿Una mona?¿ Me he convertido en una mona? —piensas resignada. En el fondo ya lo veías venir. Observas tu envergadura y compruebas que durante el sueño te ha salido pelo por todo el cuerpo y la cara, y que la goma de tu coleta se ha caído. Eres una mona divertida con las uñas pintadas de rojo y unos pendientes brillantes. Pero una mona al fin y al cabo.
—¡Qué graciosa es! Mira, lleva bragas y sujetador. —apunta uno de mis compañeros de suministros riéndose. No se puede ser más tonto…
—No sé para qué, —dice otro.
—Tal vez sea una broma de la ex mujer del jefe. Dicen las malas lenguas que ahora tiene una novia muy morena y con pelos hasta en las tetas.
—¡Ala, tío, no te pases…!
Corres hacia la única compañera que reconoces. Correr con tacones es difícil, te caes, y al incorporarte lo haces apoyando los nudillos de las manos. Prosigues en esa postura más animal que humana hasta llegar a tu meta. Ves al jefe. Recuerdas esa relación jerárquica, casi como si fuera un amo que te diera de comer.
—¿Pero qué es este revuelo? —pregunta el jefe, mirándote directamente a los ojos. Le miras, le coges de la mano, se la pones en tu cara. Haces un esfuerzo por explicarte:« U. U. Te tocas el pecho y sólo salen sonidos guturales.»
—Y, ¿esta mona? Voy a despedir a quien la haya traído. Lo juro.
—¡Sofía! —grita furioso mirando alrededor y buscándome. ¡Sofía1, ¿dónde está Sofía? No la he visto en toda la mañana… —pregunta finalmente dirigiéndose a su compañera Encarni.
Y tú, que reconoces ese nombre, vuelves a golpearte en el pecho y te acercas a él. Yo, yo, yo, —piensas—, pero sólo puedes decir: U,U,U. Sonidos furiosos. Nadie te comprende.
—Llamad ahora mismo a la Protectora de animales y que se lleven a esta pobre mona de aquí. ¡Qué mal gusto por Dios Santo!. Estoy esperando al Presidente para una reunión a las cinco. Pero, ¿dónde coño está Sofía? Gestiónalo tú, por favor, Encarni. —le ordena a la otra mujer.
Ahora comprendes que eres una mona, te sientes mona por dentro y por fuera. Sólo tienes que resignarte. Ya no tienes que hacer nada mas. Sólo esperar a que te laven, te limpien y te den de comer en un zoológico. Los ojos tristes de los monos sólo denotan que no recuerdan, que ya no tienen consciencia. La involución ha llegado. Y yo he sido la primera… pero ya podéis ir preparándoos.
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