La promesa

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Género: Fantasía urbana

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Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Olga Ruiz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

 

La promesa.

«Nunca te abandonaré, pase lo que pase», le prometió.

Él nunca ha roto una promesa, y esta no iba a ser una excepción. Siempre ha sido un hombre fuera de su tiempo, como chapado a la antigua, de los que ofrecen su brazo como punto de apoyo, de los que creen en el poder de la palabra dada y de los que muestran una voluntad férrea e inquebrantable, ajena a las inclemencias del tiempo. Un hombre de los que ya no hay.

Por eso sigue allí, a su lado, a pesar de todo.

No lo tuvo nada fácil desde el principio. Luchó para convencer a sus futuros suegros —en contra desde el primer instante, nada más saber la noticia— de que él sería bueno para ella, de que no intentaría cambiarla y de que la ayudaría a lograr sus deseos. Pero ellos insistían en que su hija era demasiado joven e inocente para casarse con un divorciado como él y padre de dos adolescentes. El hecho de que ella tuviera solamente siete años más que el mayor de ellos no ayudó en convencerlos de que su amor era genuino, verdadero y entregado, capaz de traspasar todas las barreras y sortear todos los obstáculos que se presentasen en el camino.

Y su amor por ella ya ha cruzado todas las fronteras inimaginables.

La diferencia de edad no consiguió separarlos, ni la de razas ni la económica, ni la social, ni siquiera la ideológica. Convivieron transformando todo aquello que los distinguía en un motivo de admiración, y todo aquello que podía separarlos se convirtió en un juego cariñoso. Mientras sus triunfos deportivos subían el montante de sus cuentas bancarias, ella distribuía el dinero que podía en ayudas humanitarias; mientras ella lo llamaba «mi bombón» con mirada golosa, él se divertía agasajándola con regalos lujosos que sabía que ella cambiaría por mantas o bolsas de comida que repartir. No necesitaban más el uno del otro, porque les era suficiente con su amor y su compañía.

Una compañía que ahora ella ya no aprecia tanto.

Es diferente cuando las ausencias te hacen desear el regreso del ser amado. Y al ser un entrenador profesional, él tuvo que pasar largos periodos de tiempo lejos de su pequeño nido. Ella tampoco tuvo nunca la intención de acompañarlo a los partidos, excusándose de que la aburrían soberanamente y que su labor era vital para la organización, ya que continuamente llegaban nuevos refugiados a los que atender. Ella… tan humana y solidaria como siempre.

Es por eso que todavía le permite que siga a su lado.

Él es consciente de que ella ya no siente lo mismo que antes. Ahora que ya no hay ausencias, que todas las noches vuelve junto a ella, nota el distanciamiento, las miradas huidizas, la tirantez en las comisuras de los labios que convierten una sonrisa fingida en una mueca forzada. Aunque lo peor de todo son sus ojos. Ya no brillan con la chispa de la admiración, ni esos párpados se contornean mostrando ternura o deseo. Ahora hay un poso de compasión en su fondo, mezclada con algo de tristeza y melancolía. Lo mira como uno esperaría que mirase a uno de sus refugiados, a uno de los enfermos, o de los que están al borde de la muerte. Y últimamente sus ojos están llorosos, como si mirara a uno que acaba de morir en sus brazos.

Ella es su último refugio, si la pierde se queda sin nada.

Pero él sigue allí, enganchado a ella, aunque no tenga un hálito de vida ni pueda tomarla entre sus brazos, aunque enfríe la atmósfera con su presencia e infeste el aire con su cuerpo en descomposición. Su nido de amor ahora se convierte en un nido de insectos que lo siguen cuando él, cada noche, arrastra los pies fuera de su tumba y deja un reguero de tierra oscura y húmeda en el suelo del salón; allí donde ella lleva esperando de pie un sinfín de eternidades, que han ido minando su amor incondicional hasta reducirlo a pura compasión. Una compasión que la hace sufrir. Los sollozos y los gemidos lastimeros son una prueba de ello.

Él desearía no volver a verla sufrir.

Ya pasó demasiado con el incidente, cuando el infarto en pleno partido lo embarcó dentro de un ataúd rumbo a casa. Eran dos corazones a juego: el de él se detuvo, el de ella se rompió. Recuerda cómo se deshacía en lágrimas frente a su tumba, cómo se ahogaba y cómo el líquido salado penetró de alguna manera en la madera y humedeció sus miembros hasta entonces inertes. Fue su desgarrador reproche por la promesa incumplida, emitido con tanto dolor ante su féretro, el que lo obligó a regresar aquella misma noche, para apaciguarla, para decirle que todo iría bien a partir de entonces porque él seguiría a su lado, con ella.

Pero ahora es su compañía la que la hace llorar.

Hace ya demasiado que vive de pie, en el salón, su regreso cada noche. Que lo refugia, que lo compadece. En todo este tiempo él ha visto cómo sus carnes han ido cambiando, cómo algunas canas han asomado entre las antiguas mechas rojizas y cómo las curvas de su cuerpo han ido tomando redondez. Ya son demasiadas vueltas del reloj, demasiadas hojas de calendario arrancadas. Frente a él ya no se yergue la inocente jovencita que quería cambiar el mundo y con la que compartió el espacio más breve y feliz de su vida, sino una mujer madura y fuerte, independiente y dispuesta a ayudar a los demás, que lleva el propio mundo sobre las espaldas. Pero ante todo, frente a él está una mujer espléndida que tiene derecho a vivir. Que se merece rehacer su vida.

Ilustración de Olga Ruiz

Él no tiene derecho a estar entre los vivos.

Lo sabe. Ni tampoco pertenece al mundo de los muertos. Se ha quedado atrapado en una especie de limbo entre los dos mundos, moviéndose dentro de la fina línea que los separa, desterrado en tierra de nadie. Demasiado vivo para estar muerto, pero demasiado muerto para estar vivo. Es como un zombi que se arrastra por el lodo del cementerio todas las noches y que reposa en su tumba bajo la luz del sol, con el alma pegada a un cuerpo que se deshace lentamente. Sabe el camino de casa, pero ya no es su nido. Pero no puede aferrarse. No puede ser un eterno refugiado. No debe.

En la muerte debe tomar la decisión más dura de su vida.

No puede mantenerse atado a una simple promesa hecha en la plenitud de una vida que ya no le pertenece. Ni arrastrarla a ella al borde del abismo para contemplar la muerte, noche tras noche. ¿Qué vida hay en eso? «Nunca te abandonaré, pase lo que pase». Esas palabras otrora reconfortantes hoy tienen ecos de condena. Y la condena recae sobre ella, injustamente, egoístamente. Él debe liberarse de esa cadena perpetua y liberarla, aflojar el nudo que los ata y soltar los lazos que los unen, aunque eso signifique aceptar que no se puede luchar eternamente contra el tiempo, que no todos los obstáculos son salvables, y que hay fronteras que uno nunca debería traspasar.

Mañana, él romperá su promesa.

Olga Besolí


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