Hoy os presento esta ilustración preparada para el relato de Inmaculada Ostos denominado SÚCUBO. No os lo perdáis. Miedito…
Autor@: Inmaculada Ostos Sobrino
Ilustrador@: Olga Ruiz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Terror
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Inmaculada Ostos Sobrino. La ilustración es propiedad de Olga Ruiz . Quedan reservados todos los derechos de autor.
El súcubo.
Hacía algo de frío en la cabaña, pero no me apetecía encender la chimenea, así que me arrebujé un poquito más en el chal de pashmina que me hubiesen regalado aquella misma noche si no me hubiesen dejado tirada una vez más. Aunque no sé de qué me sorprendía, eran las segundas navidades que me quedaba sola, sobre todo, desde que el grifo se había cerrado y ya no invitaba a mis hijos y a sus respectivas familias a pasar las vacaciones de Navidad viajando por el mundo. Y a pesar de que la excusa seguía siendo la misma año tras año, me negaba a aceptar la cruda realidad, que hacía tiempo que no me querían, que hacía tiempo que nadie se preocupaban por mí, y eso me hacía sentirme bastante triste. Pegué un sorbo de mi gran copa de vino, intentando tragar con el ácido líquido parte de la pena que me corroía por dentro mientras intentaba recordar lo que había hecho mal para merecer aquel castigo divino.

Ilustración de Olga Ruiz
Así que, con la mirada fija en la pared de la cocina, y una mano descansando en la repisa de la isla que formaba la misma, intenté retroceder en el tiempo a través de mi memoria para recuperar el momento en el que se habían rotos nuestros lazos y comprobar si hubiese podido hacer las cosas de diferente manera para poder evitarlo. Pero los recuerdos que venían a mi mente eran muy duros, y siempre salía perdiendo en cada retazo que los componían. Tal vez mi historia, aquella historia que se había grabado en mi mente como un puñado de afilados e hirientes cristales rotos, solo fuera una parte distorsionada de un todo que podría ser observado desde distintos prismas, pero seguía siendo mi parte; esa parte angustiosa que me había destrozado una y mil veces por dentro, aquella parte en la que mi marido me reducía a la nada; aquella parte en la que una y mil veces me dije a mí misma, a modo de consuelo, que al menos no me pegaba, que al menos no bebía ni tenía vicios poco recomendables y que, además, a su manera, me quería.
Pero todo aquello no eran más que falacias que intentaban convencerme de que llevaba una vida digna. La realidad era que no me valoraba, que conforme nuestro matrimonio fue creciendo me quitaba autoridad delante de los niños, yo nunca hacía bien nada, si discutía con los chicos siempre era a mí a la que le reprochaba que se hubiese iniciado la pelea, independientemente de que los niños hubiesen hecho algo mal y yo solo les regañara. Además, siempre discutíamos por terceras personas, y lo peor de todo era que siempre estaba relegada a un segundo plano en cualquier ámbito de su vida, no importaba si era su trabajo, sus amigos o nuestro propio entorno familiar. Me había hecho creer que era un ser inservible, dependiente, que no iba a ser capaz de realizar nada por mí misma en toda mi vida. Y aquí estaba yo, fuerte, reveladora, liberada, con un trabajo que me permitía pagar mis gastos y los desmesurados gastos de mis hijos adultos. Pero lo más gracioso de todo esto no era que mis hijos solo se acordasen de mí cuando necesitaban dinero, no.
Lo más gracioso era que me echaban en cara que hubiese decidido poner fin a la amargura en la que se había convertido mi vida. Bastante aguanté hasta que ellos fueron autosuficientes para poner en orden mi vida y dejar de ser tan solo la chacha que les limpiaba y les servía.
Me puse a estudiar con los pocos ahorros que conservaba de lo que había heredado de mis padres, para poder labrarme un futuro y una profesión y poder ofrecerles una vida mejor, esa vida desahogada y sin preocupaciones que yo nunca tuve. Durante años yo había renunciado a mí misma sin pensar en nada más que no fueran ellos, dilapidé mi juventud cambiando pañales y atendiendo todas y cada una de las necesidades que los bebés requerían, mientras su padre se dedicaba a estudiar lo que a él le gustaba y yo a trabajar cuando podía. Cuando por fin terminó su carrera se puso a trabajar, y esa fue la excusa para delegar en mí también la casa y todas las responsabilidades que esto conllevaba. Después, y cuando las cosas se estabilizaron, me negó el derecho a trabajar, pues alguien tenía que quedarse con los niños y él no podía porque después de estar trabajando arduamente durante la semana necesitaba su tiempo de relax, su espacio, así que se iba a correr, o a tomar cervezas con sus amigos, mientras yo me tragaba las quejas de los niños porque no podían ver nunca a papá. Y con el tiempo todo empeoró, los escasos momentos en que la familia pasaba el día juntos llegaron a su fin cuando empezó a frecuentar reuniones y eventos que se hacían después del trabajo, a los que no era necesario ir, pero a los que él acudía religiosamente, empleando el poco tiempo que hasta ahora nos pertenecía. ¡Y el sexo hacía años que ya no existía! Yo creo que se terminó en el mismo momento en que nació nuestro segundo hijo. De todas formas entre las peleas y las recriminaciones tampoco había demasiado tiempo para la reconciliación.
Aun así, la mala seguía siendo yo, a pesar de que el hecho de haber acabado mi carrera les hubiese ofrecido la cómoda vida que hasta ahora poseían. Y cuando decidí divorciarme, porque ya no aguantaba más, me llamaron histérica, exagerada, e incluso feminazi por el simple hecho de defender mis derechos y pedir la igualdad que me correspondía. Y eso fue lo que no les gustó, el hecho de que tuvieran que desenvolverse sin mí, el hecho de que se tuviese que delegar en los cuatro miembros de la familia todo el peso de lo que hasta ahora yo había llevado.
Y aquí estaba yo, en el único día del año en que, por obligación, me dejaban ver a mis nietos y podía pasar algún tiempo con mis hijos, completamente SOLA, olvidada, arrastrando un pesar que apenas me dejaba respirar.
De repente un cambio, al principio inapreciable, se apoderó de la estancia, fue como si el aire se tornase más pesado o como si de repente el tiempo se paralizara. Parecía que el silencio se había adueñado de la casa, pues ni siquiera pude apreciar el insistente y monótono canturreo de las manecillas del reloj de pared que estaba en la sala. Solo se escuchaba el mismo vacío que sentía en mi alma. Sonreí en mi mente ante esta irónica percepción cuando, de repente, un ruido apenas perceptible llamó mi atención. Era como si algo o alguien se estuviese arrastrando por algún lugar arenoso que pudiese desprender algún tipo de material así.
El ruido se hizo cada vez más fuerte y repetitivo, así que sin dejar la copa que estaba bebiendo y que llevaba ya por la mitad, me acerqué al lugar de donde parecía proceder el sonido. Venía del salón y más concretamente… ¡del hueco de la chimenea! Di un paso hacia atrás asustada ante aquella nueva revelación mientras un torbellino de ideas revoloteaban en mi mente: no tenía vecinos en un kilómetro a la redonda, las llaves de mi coche se encontraban en el piso superior, el teléfono solo tenía cobertura en el baño de la parte de atrás de la casa, y ni siquiera tenía un arma con la que defenderme.
El ruido se hizo más intenso para finalmente acallar su voz con un estruendoso golpe final, como si alguien o algo hubiese saltado desde una altura considerable y hubiese aterrizado en la base de la chimenea con su consiguiente nube de polvo y ceniza inundando el salón. Ahora temí más por una mala caída como consecuencia de un accidente que por una agresión, así que dejé la copa de vino encima de la mesita de sobremesa que tenía frente al sofá y me dirigí hacia lo que quiera que fuese que produjera aquel sonido.
Cuando la polvareda se dispersó, apenas pude ver dos botas negras y un traje rojo salir del hogar de la chimenea.
—Sorpresa —exclamó una voz, pero sin ningún tipo de cadencia o entonación en su materialización.
Tosí un poco antes de contestar intentando recuperar la limpidez que hasta ahora existía en mi garganta.
—Perdona, ¿quién eres tú y qué haces en mi casa?
La persona que tenía ante mí era un joven de aproximadamente unos treinta años, la misma edad que tenía en la actualidad el mayor de mis hijos. Iba vestido de Papá Noel y me miraba con gesto desconcertado a través de unos inquietantes ojos azules.
—¿Tu casa? ¿Desde cuándo…? Quiero decir… creo que no me he equivocado de dirección… ¿Y Rosalin? —me preguntó algo nervioso.
Entonces organicé en mi cabeza la situación y comprendí el absurdo de aquella incidencia.
—Ah… ¡vale, vale! Creo que puedo explicártelo, ya veo a quién buscas. Rosalin es la hija de mi mejor amiga y ella, como ves, no está, quiero decir que ya no vendrán nunca más aquí a no ser que las invite…, bueno, que quiero decir que me han vendido la cabaña.
—Justo hace dos años‚ ¿verdad? —me preguntó entonces entendiendo.
—Imagino que fue la última vez que la viste —sentencié—. ¿Eres un amigo del trabajo u os conocíais del grupo de escalada que tenía aquí?
El muchacho me dirigió una mirada perdida, se le veía bastante afectado, igual era un rollo de la chiquilla que esta no había sabido cómo gestionar o algo así. Por eso intentaría no comentarle que se había casado hacía dos meses con su novio de toda la vida.
—Ni lo uno ni lo otro. ¿Por qué te vendieron la casa a ti?
—Pues porque estoy sola y necesitaba un lugar en donde esconderme del mundo y olvidar todas mis miserias —le dije sinceramente sin saber por qué. El muchacho cambió entonces su expresión por completo y me dirigió una extraña sonrisa mientras se erguía y su figura, que sería aproximadamente de un metro ochenta, pareció inundar la habitación.
—Espera un momento, como que ni lo uno ni lo otro —hablé de nuevo turbada intentando distraerle, ya que la incesante mirada que ahora me manifestaba me ponía muy nerviosa y no supe por qué.
—Que no conozco a Rosalin de la universidad ni tampoco de su grupo de escalada. De hecho, no creo que Rosalin, a pesar de la agilidad que demuestra, pudiese escalar en estos momentos.
Le miré realmente desconcertada ante aquellas declaraciones. El chico se permitió soltar una carcajada bastante divertido.
—Creo que te has confundido de Rosalin al aseverar que era mi… podríamos llamarlo ¿fuente de interés?
—No puede ser… ¿Es Rose tu… tu… amiga? —le pregunté entonces entendiendo la complejidad del asunto. Mi amiga Rosalin, Rose para mí, tenía una hija a la que le puso su mismo nombre por tradición familiar.
El muchacho enarcó una ceja de forma irónica antes de contestar:
—Me gustan mayores, y tú también me sirves.
—¿Cómo que te sirvo? —le pregunté indignada.
—Pues que me pareces muy atractiva —me contestó con picardía mientras se quitaba los restos de ceniza que ensuciaban su oscuro pelo.
—¿No estarás insinuando que … tú y yo…?
—¿Por qué no?, los dos estamos solos, no hay nada que nos ate y es obvio que nos sentimos atraídos. ¿O acaso no te parezco atractivo?
Esta atrevida parrafada me dejó descolocada, sin saber muy bien qué decir, pero el chico me seguía mirando con un extraño destello febril en los ojos.
—No estoy loco, si es lo que estás pensando, lo que pasa es que mi sinceridad suele causar este efecto, no me gusta ir con rodeos. Es por eso que he de reconocer que cuando no he visto a tu Rose, mi Rosalin, me había decepcionado un poco. Llevábamos algún tiempo viéndonos así, me había acostumbrado, pero…
—¿Quieres decir que Rose y tú quedáis para…? —le pregunté entonces escandalizada. Él se limitó a sonreírme de nuevo y a encogerse de hombros mientras se quitaba la parte de arriba del disfraz ante mi estupefacta mirada. Seguidamente se quitó el resto y se quedó con la ropa que llevaba debajo, que eran unos vaqueros y una camisa negra que resaltaba aún más el azul de sus ojos.
—Veo que eres de las que piensan como antaño, por lo tanto antes de continuar te lo volveré a preguntar. ¿Acaso no soy de tu agrado?
Lo miré boquiabierta, estaba totalmente traumatizada, no sabía qué pensar de aquel muchacho que en principio me había parecido coherente en su historia y que ahora parecía ser bastante anormal, aunque por otro lado sí era cierto que hacía tiempo que me había fijado en sus atractivas facciones e incluso me había tomado la libertad de fantasear. ¡Hay que ver cómo se comporta la mente humana en algunas extrañas situaciones como esta! Así que al recalcarme de nuevo su pregunta no pude hacer otra cosa que ruborizarme y ponerme a divagar:
—Yo no pienso nada… ¡Y dices que no estás loco! De verdad, deberías marcharte. Yo…
—Aún no has contestado a mi pregunta. Sé que te gusto, pero necesito que me lo digas tú de verdad, si no, no podré actuar.
—¿Actuar? ¿Tú… qué pretendes? Bueno, da igual, creo que voy a llamar a la policía.
—Sabes que solo tienes cobertura en el cuarto de baño de atrás y encima tu móvil está en el piso de arriba. Además, tardarían demasiado en llegar. Para cuando lo hicieran podría haberte matado.
Lo miré indignada, había olvidado que él conocía esta casa mucho mejor que yo, sobre todo si llevaba tanto tiempo manteniendo una relación con Rose. ¡Maldita Rose! ¿Por qué no me había contado nada? ¡Claro, por eso la veía últimamente tan animada! ¡Pájara! Ahora entendía el porqué.
—– Disculpa, te estoy asustando, solo bromeaba, no tengo intención alguna de dañarte, pero sí que es cierto que no me importaría pasar esta noche contigo si tú también lo deseases. Pero como veo que te estoy incomodando, me iré, al fin y al cabo tan solo somos dos extraños. —–me dijo entonces el muchacho remarcando de una forma inusual esta palabra mientras me miraba fijamente a los ojos.
Y, entonces, un excitante hormigueo recorrió todo mi ser, sensación que desde hacía décadas creía tener extinta. El chico se dirigió a la puerta y cuando la abrió el paisaje que se reveló en el exterior fue desolador. Una tremenda tormenta estaba cayendo en esos momentos y yo apenas me había dado cuenta.
—¡Espera! —le dije—¡No puedes irte así!
—¿Acaso te lo has pensado mejor? —me dijo de forma pícara.
Fui a protestar mostrándole mi indignación y decirle algo así como que no podía dejar que se aventurara con aquella tormenta porque era una locura, pero en vez de ello me sorprendí devolviéndole el coqueteo.
—No te hagas ilusiones… ¡de momento!
El chico entonces cerró teatralmente la puerta de un solo manotazo mientras me dirigía una amplia sonrisa de complicidad, después me dedicó una reverencia y me contestó:
—Tus deseos son órdenes para mí y cualquier cosa que desees me encargaré de hacerla realidad…
Y dicho esto, y tras volverme a hacer ruborizar, me acompañó hasta el salón. Después de esta última y turbadora expresión de interés, la conversación resultó más civilizada, le dejé mi teléfono para que pudiese llamar a un taxi que lo pudiera acercar hasta su casa. A los tres minutos volvió del baño de detrás de la casa con el móvil en la mano y una sonrisa. Le habían dicho que a causa de la tormenta el servicio de taxis se podría retrasar de cuatro a cinco horas como mínimo, pero que le avisarían en cuanto lo enviaran.
—El destino quiere que pasemos esta noche juntos —alegó.
Después todo vino rodado. Preparamos juntos la cena, cenamos y charlamos tomando unas copas de vino. El ambiente se había vuelto mucho más distendido y tenía que reconocer que me sentía bastante cómoda en su presencia. Era un joven encantador y el halo de misterio que lo envolvía le hacía parecer más interesante. Al principio hablamos de cosas triviales, pero luego, y dada la irresistible atracción que crecía cada vez más en mí, intenté averiguar cosas de su vida. Pero mi investigación se terminó en cuanto él me contestó de forma evasiva que si me contaba algo, aunque simplemente fuera su nombre, la magia se rompería y se perdería esa complicidad que habíamos construido. Y tenía razón, pues por otro lado yo tampoco necesitaba saber más. Lo único que tenía claro era que gracias a él esta no formaría parte de esas nefastas navidades que hasta ahora había tenido en mi vida, y eso era lo único que me importaba. Así que terminé hablándole, sin poder evitarlo, sobre mi vida, tanto de los buenos como de los malos momentos que había pasado. Y él me escuchó atento, paciente, cercano… Hubo algunos momentos de cierta tensión emotiva que él supo lidiar dándome pequeñas muestras de cariño como palabras amables o el roce de nuestras manos. Y poco a poco me fui relajando. Reímos juntos, lloré, bromeamos, nos tocamos fraternalmente, coqueteamos, y entonces comprendí que ya estaba decidida, pues me sentía tan compenetrada y en cierto modo querida que no me importaron los años que nos separaban, ni que mi cuerpo fuera una vieja reliquia, sino solo las personas que se encontraban una frente a la otra y lo que esas personas sentían. Así que, armándome de valor, apreté sus manos que ahora se entrelazaban con las mías y le dije:
—El momento ya ha llegado.
Y no hubo que explicar nada más. Él me sonrió ampliamente mientras nuestros rostros se desdibujaban lentamente. Después, nuestros labios se encontraron y crearon cascadas de dicha que jamás pensé que sentiría mientras nuestras manos revoltosas exploraban cada centímetro de la piel de la persona que teníamos al lado. Y nos desinhibimos, y nos desatamos, expresando nuestras sentimientos con la misma ferocidad que la tormenta que nos había aislado.
Ni siquiera me di cuenta de cuántas horas habían pasado, pues cuando me desperté la tormenta había cesado, así como la pasión que hacía tan solo unas horas habíamos descargado. Me atreví a mirar su rostro mientras apartaba un mechón rebelde que le caía de lado sobre sus preciosos mares azules. Él también me miraba, y ese brillo febril que había mantenido mientras estábamos entrelazados seguía estando agazapado en el brillo de sus ojos, en la comisura de sus labios. El estómago se me encogió de dicha y le sonreí como una quinceañera le sonríe a su amor de verano. Entonces el teléfono se iluminó y él se giró para leer lo que lo había avivado.
—El taxi está aquí, será mejor que me vista —me dijo en un susurro.
—¡No te vayas! ¡Quédate, y dile que te lo has pensado! —le ronroneé como un gato, y su respuesta fue un beso apasionado.
—Al menos deja que baje a darle algo por haberse acercado —me contestó triunfante.
Y después, levantándose y poniéndose los pantalones, desapareció por la puerta del cuarto, cosa que aproveché para tumbarme de espaldas y estirar mi cuerpo aletargado. El móvil se volvió a iluminar, y no una vez sino cuatro, de una manera tan insistente que temí que hubiera pasado algo. Así que me levanté a regañadientes y lo desbloqueé esperando encontrarme como primera conversación el mensaje que el taxista había mandado, pero en vez de eso quien reclamaba mi atención febrilmente era el whatsapp de la hija de Rose, que no paraba de escribir transcribiendo lo que su madre le iba dictando.
Me preguntaba en primer lugar si todo iba bien, y luego que si podía hacer el favor de llamarla en cuanto lo leyera, que su madre estaba muy preocupada por si me había pasado algo, que le estaba diciendo no sé qué cosa sobre las navidades y que era peligroso que estuviera sin nadie, y que si mis hijos habían llegado. Iba a contestar cuando mi salvador de navidades entró de nuevo en el cuarto. Vestía los mismos pantalones con los que se había marchado, pero al cuello llevaba un medallón con una especie de piedra iridiscente que brillaba a cada paso.
—¿Se lo has dicho? —le pregunté ansiosa.
—Sabes que no. Nunca llamé a un taxi y el mensaje que sonó no era para mí, Claire.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté un tanto aturdida.
—Dímelo tú —me respondió de una manera un tanto inquietante.
Y entonces me puse a pensar en nuestro encuentro y sobre todo en las conversaciones que habíamos mantenido los dos, en esos pequeños detalles que yo había pasado por alto como el hecho de que supiera que no había cobertura si no te ibas al baño de atrás y que mi móvil estaba en la habitación de arriba, que a mi mejor amiga yo la llamaba Rose como muy bien él apuntó, «[…] tu Rose, mi Rosalin», y sobre todo esta última revelación: ¡Sabía mi nombre cuando yo jamás se lo había dicho! «¿Qué demonios estaba pasando?», me pregunté mientras toqueteaba enloquecida el móvil en busca de las pruebas que lo delataban, y en efecto, allí estaban igual de ausentes que mi propia consciencia.
—Tenía que inventar una excusa para que me permitieras estar aquí, al fin y al cabo aún no había sido invitado.
—¿Invitado a qué? —le pregunté cada vez más asustada.
—A entrar en la casa, a quedarme aquí para poder poseer lo que ahora es mío —me dijo acercándose peligrosamente.
Intenté moverme, pero estaba paralizada, y no solo de miedo sino literalmente paralizada. No podía apartar la vista de sus ojos, que ahora brillaban con un maligno fulgor mientras venía hacia mí. Entonces sus manos se transformaron en una especie de garras con largas uñas y mientras echaba mi rostro hacia atrás para inmovilizarlo con su mano izquierda, con su mano derecha acercó una larguísima uña meñique a mi garganta y la dejó apoyada sin más, presionando contra mi piel pero sin atravesarla.
—Te he dado esta noche todo aquello que se te negó a lo largo de tu vida, te he devuelto por unos breves instantes la juventud que se te arrebató por la maternidad. Te he dado ese protagonismo que tanto anhelabas al ser antepuesta a todo lo demás, independientemente de que hubiese más hembras de tu especie que pudieran tentarme. Te he despojado de tu pudor carnal para poder expresarte sin restricciones como el ser sensual que eres. Y sobre todo, te he liberado de tu carga emocional para que no tengas que sufrir como has estado sufriendo durante todos estos años.
—¿Qué eres? —le pregunté vislumbrando mi pronto final.
—Un súcubo, aunque soy un bicho raro en mi especie, ya que normalmente son mujeres las que ostentan este cargo. Nos alimentamos de la desesperación y de la soledad, y sobre todo de la energía de aquellas personas que están tan atormentadas y decepcionadas de la vida como tú.
—¿Y por qué Rachel se te escapó?
El súcubo chasqueó la lengua para luego contestar:
—Apareció Rosalin y se la llevó antes de que terminase mi trabajo. Tú mejor que nadie deberías saber que pasó muchos años intentando superar su duelo por la pérdida de su esposo. Tuve que estar trabajándomela dos años para que lo olvidase y empezase a confiar en mí, pero justo cuando íbamos a consumir nuestra unión su hija vino y la alejó de mí. Por eso pensé que al haber de nuevo luz en su casa ella habría vuelto.
—¿Por qué lo del traje? —pregunté intentando alargar el tiempo para ver si se me ocurría alguna forma de no morir.
—Pues eso era simplemente un jueguecito que ambos nos traíamos entre manos, aunque no creo
que te interesen mucho los detalles ya que vas a morir. Si no estuviese tan exangüe después de estos últimos dos años de ayuno, me esforzaría incluso hasta en mostrártelo o disfrutaría un poco más de ti. Pero ahora sí que ha llegado el momento.
Y dicho esto clavó su uña en mi cuello atravesando mi piel como una finísima aguja. El dolor intenso y embriagador se deslizó por mi cuerpo como un efectivo veneno, pues segundos después solo pude sentir la oscuridad…