En el amanecer del cuarto día de la semana el sol siempre se retrasa. Es un fenómeno extraño, pero así acontece en este pueblo. Por eso, el cartero aprovecha las primeras horas, cuando todavía no aprieta demasiado el sol, para repartir la mensajería. Cada jueves, mi padre, nervioso y expectante, sale a la puerta, se sienta en el poyo y espera. La semana pasada, además de oler el café (inseparable aliado de despertares), olí también a tabaco de liar. Y me pregunté aún en la cama: ¿De dónde lo habrá sacado si lleva sin fumar más de diez años?
─ Padre, pero, ¿qué hace usted? ─ le increpé desde la habitación.
─ ¡Cállate, déjame tranquilo! Hoy tengo algo que celebrar.
Nerviosa me levanté, me puse la bata y salí corriendo hacia la puerta. Acababa de llegar el cartero subido en su moderna bicicleta de montaña amarilla y acompañado por su séquito de pulgosos perros callejeros que se me arrimaron por si les caía alguna sobra del desayuno. Tardé un rato en librarme de ellos; ya que, aquellos inesperados y hambrientos animales se lanzaron sobre mí asustándome, tanto, que se me quitaron las ganas de reprender a mi padre en público por el tema del tabaco.
Recibió un sobre de tamaño folio sin remitente. Lo cogió, lo agitó con la mano izquierda a la altura de su oreja y sonrió. La luz del amanecer encendió gotas de su sudor casi imperceptibles en su frente y una lágrima se le escapó. Sí, a mi padre, al hombre que siempre había huido del llanto, se le cayó de golpe. Recordé una de sus frases: En la vida hay dos tipos de hombres; los que se avergüenzan de sus emociones inmediatas y los hombres…Yo soy de los segundos. Y comprendí que aquel no debía ser un buen momento para él.
Despedí al cartero ─ después de practicar la correspondiente mirada propicia, me gustaba aquel tipo ─, y cogí a mi padre del brazo para entrar en casa. Estaba emocionado. Temblaba. Podía sentir el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales junto a mi mano. Se sentó, terminó de tomarse el café y se fumó aún dos cigarrillos más mirando al objeto recién llegado que reposaba sobre la mesa camilla. Yo deseaba que lo abriera ─ no hay nada peor que querer abrir algo que no te pertenece; potencia la imaginación a límites insospechados ─.
Le dio la última calada segundo cigarrillo, lo apretó sobre el cenicero y entonces, despacio, comenzó a narrarme una historia sobre la única y disparatada fantasía de su vida: encontrar la llave que fuera capaz de abrir el candado que cerraba un antiguo y destartalado cofre de madera roja. Y miró el sobre que reposaba ajeno, lo palmeó y se alegró nuevamente. Allí estaba por fin aquella maldita llave. Continuó explicándose:
Hija, he tenido mucho tiempo. Tanto que ahora lo siento como una losa sobre mí. El día que cumplí dieciocho años, y a las puertas de ir a la mili, me lo regaló mi tatarabuelo Héctor. ¿Ves ese cofre que lleva media vida dentro de esa vitrina? ─ me preguntó mientras lo señalaba para que yo supiera de qué cofre estaba hablando exactamente ─. Pues el tatarabuelo Héctor me confirmó que sólo había dos llaves en el mundo capaces de abrir su candado. Que sólo un Moure auténtico, semilla de su semilla, podría encontrar una de las dos llaves. Que aquel cofre escondía el verdadero secreto de la felicidad. ─ ¿Tú sabes, hija? Ni más ni menos que: ¡El verdadero secreto de la felicidad! ─. Y que una vez que hubiese conseguido el objetivo tendría que emprender un viaje para regalar la llave de nuevo. Y por supuesto, no valía de nada forzar el candado ya que el hechizo se rompería.
Al final, suspiró y agregó: Hija, llevo toda la vida buscándola… Y fíjate, aquí, dentro de casa, tan cerca… y sin poder ver la cara de la dichosa felicidad por culpa de una llave. Menos mal que no he perdido ni la esperanza ni la ironía…
Yo, por mi parte, no quise puntualizar más todavía aquellas afirmaciones seguidas de los inquietantes puntos suspensivos, que me parecieron una mezcla de desconcierto e insulto ─ conociendo como todos conocíamos los derroteros de su vida, que más bien parecía haber estado jugando carreras con el tiempo ─. ¡Tampoco sería para tanto! Después de todo, mi padre había sido dignamente feliz: se había casado, había tenido tres hijas, había abierto un elegante negocio de relojería y joyería, no había pasado dificultades económicas y tenía tiempo, incluso, para sus partidas y sus amantes. No sé que más le hubiera podido pedir a su existencia…
Así que, viendo que no iba a abrir el sobre mientras yo estuviese allí, me retiré a la cocina y desayuné. Esperé su reclamo pero, no llegó. Entonces, muy despacio, entreabrí la puerta para fisgonear. Extrajo del sobre una llave con forma de cruz de Caravaca, la introdujo en el candado del cofre rojo, la viró y lo abrió. Yo diría que actuaba con miedo. Levantó la tapa y un destello de luz le inundó la cara. Tal vez dentro hubiese un espejo o piedras preciosas, o la nada… Lo cierto es que no tuve la oportunidad de descubrirlo. Él, dubitativo, mirando a esa nada, o leyendo algo en los pliegues de su memoria, o imaginándoselo, o echando nudos, o atando candados, ─ lo de los nudos y los candados eran sus palabras favoritas para explicar el arduo y difícil proceso de las reflexiones ─, así estuvo un largo rato. Luego, lo cerró, volvió a echar la llave y se fumó un cigarro más. Al final se levantó, lo cogió (el cofre) en brazos y se dirigió hacia la cocina para hablarme y despedirse a su manera, supongo.
─ Ahora es para Manuel, el hijo que llevas dentro ─ me dijo alargando los brazos y dándome el objeto ─. Recuérdale esta historia cuando sea mayor.
─ Pero padre, si yo no estoy embarazada.
─ Lo estás. Lo sé. Y ahora prepárame la maleta porque tengo que partir…
─ ¿Adónde?
─ Lejos, donde pueda dejar la llave del candado nuevamente a buen recaudo para que mi nieto la encuentre algún día. Espero que sea más hábil que yo y lo consiga antes.
─ ¿Entonces, padre, no me vas a dar más detalles?
─ Estas cosas siguen siendo cosas de hombres ─ masculló reafirmándose ─.
No me desilusionó la respuesta. Él siempre había sido bastante machista y déspota, pese a estar rodeado de mujeres. Quizá por eso, porque nosotras se lo permitíamos sin rechistar. Las cosas del pueblo y de otros tiempos…
Preparé la maleta y le arreglé algunos papeles: cuentas bancarias, seguridad social, nombres de medicinas, recordatorio de tomas, DNI, dinero en efectivo , etc., y se lo coloqué todo en un bolsillo que iba adosado a la maleta.
No podía creerme lo que estaba pasando, pero ante mi desconcierto, sólo se me ocurrió pedirle una cosa: Padre, déme la llave del cuarto de atrás. Ése en el que usted se encierra tantas horas y al que nunca nos ha dejado entrar.
Me miró, risueño, deseoso de complacer mi solicitud, creo que esperada, y me hizo extender la mano mientras quitaba la llave de una cadena que llevaba colgando del cuello: Aquí tienes hija, el mejor legado que alguien puede hacerte. Aprovéchalo. Y abriendo sus dedos dejó caer la diminuta llave sobre mi palma abierta.
Salió del pueblo aquella mañana del cuarto día pasadas las once, sin rumbo o con rumbo, sólo él lo sabía. Por lo menos el primer destino sería Madrid. Se fue a sus ochenta y tres años. Comencé a amar definitivamente a mi padre, cuando comprendí que iba a morir y nunca más volvería a verle. Así que cogí la cámara del teléfono móvil y tomé, creo, la última foto de mi padre subiéndose al autobús con su camisa blanca almidonada, su chaleco gris y su abrigo de paño marrón. Sostenía la maleta de piel con la mano derecha y el sobre sin remitente, con la llave dentro, en la mano izquierda. Totalmente ajeno. Vi alejarse el autobús y no sentí ni pena ni dolor. Fue un momento mezcla de magia y rutina, de sorpresa y costumbre, de conocerse y no… Ahora pienso que mi padre tenía estudiado hasta su partida para no hacer sufrir a su pequeña Mauca.
Hacía frío aquella mañana, así que metí las manos en el bolsillo y sujeté la llave del cuarto que me había dado. Apreté el paso para llegar a casa.
Abrí impaciente el candado de aquella puerta. Toda la vida había deseado hacerlo y había llegado por fin el momento. Mil y un pensamientos se arremolinaron como un tornado en mi cabeza, incluso algunos que ya ni recordaba, por lejanos. Intenté justificar las horas muertas de mi progenitor dentro de ese cuarto: ideas delirantes, escabrosas, imaginarias, diabólicas, médicas, curativas, etc. ¿Alquimista inofensivo? ¿Merlín de profecías? ¿Creador de Gnomos? ¿Disecador, malvado, cruel homicida?
─ Déjate de miedos. Nadie ni nada puede darte miedo. Haz por pensar en cosas agradables ─. Me animé para no desmayarme. Respiré hondo y entré.
Allí estaba todo ese mundo que tanto nos había calentado la cabeza durante décadas. Abierto. Había libros enteros de registro desde el año 1952. Mi padre se había dedicado a comprar, vender y cambiar durante toda la vida candados y llaves.
Era muy intuitivo imaginarse la secuencia de trabajo una vez recibidos: los limpiaba, los pesaba en la balanza, los medía con su calibre de joyero, los dibujaba a escala, lo registraba pulcra y primorosamente, con una caligrafía digna de un escribiente, incluso la procedencia y la historia del mismo ─ porque siempre tenían que tener una historia digna de contar, si no, estoy segura que él no los hubiera comprado ─, luego los colocaba un número al candado y la llave, los tasaba y los colgaba de un panel. Había también cientos, que digo, miles de cartas, siete diccionarios y multitud de fichas de ciudades, amontonadas en paquetes según el año de recepción.
Entonces comprendí de dónde sacaba mi padre sus cuentos y sus historias: el candado de un cinturón de castidad de una de las hijas de Rodrigo Díaz de Vivar, el candado del cofre que trajo el primer chocolate de América en la embarcación Sta. Magdalena, el candado y la llave que cerraban el acceso al órgano de la Catedral de San Esteban en Viena… En fin, había historias leves, creíbles, inverosímiles, imaginativas, y las extremas, ─ que eran las que más nos han gustado siempre en la familia por ser gráciles, grávidas, de las que vuelan o de las que se excavan ─. Supongo que mi padre elaboró una ruta a conciencia para visitar cada una de estas ciudades de procedencia antes de morir. Quiero pensar que es así. Y que se pasó toda la vida planificando este viaje. Por eso, no dudó en marcharse cuando ya había solucionado su propio enigma de la felicidad. Me alegro por él. Es por eso que no lloré cuando partió, ni cuando me hice hace dos días el test de embarazo y dio positivo. Mis hermanas me acusan de loca por dejarle partir así sin más. Creí conveniente no malgastar ninguna mentira. Claro que ellas no saben nada de nuestro verdadero padre. La única que seguía viviendo con él era yo. No le he contado a nadie la verdadera historia, y por eso portan el desconsuelo por toneladas, las pobres. Sólo al hijo que llevo dentro, muy bajito, cada día le cuento una distinta de las que aparecen catalogadas en sus libros. Son relatos fantásticos que ponen en relación el mundo de lo prohibido con el nuestro a través de la imaginación. Tal vez algún día salgamos tras sus huellas: ¿Verdad, Manuel? Siguiendo los pasos de sus más bellos y curiosos candados.