El silencio se paga: pacto de sangre.
En la planta novena de un edificio ubicado al norte de Madrid, dedicado a la gestión del grupo Trip Hotels Blue, la mañana del diez de febrero de 2017 va a determinar el futuro de varios hombres malos. Y el que avisa no es traidor.
Define malo:
Adjetivo. De valor negativo, falto de las cualidades que cabe atribuirle por su naturaleza, función o destino// nocivo para la salud//que se opone a la lógica o a la moral, de mala vida y comportamiento//desagradable, doloroso// dicho de una cosa deteriorada o estropeada// Inhábil, torpe, especialmente dirigido a su profesión// desfavorable// coloquialmente malvado.
—¿Algún nombre propio?:
—Muchos. Por ejemplo, el señor J., mi cuñado.
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé, dame un whisky doble y por el camino lo pienso.
—Aquí lo tienes.
*****************
—Señor J. Donaldson, acaba de llegar su cuñado. —Avisa por el intercomunicador la eficiente secretaria Marisa. Una mujer de rictus serio, cetrino, extremadamente pálida con la piel transparente que muestra el lado más terrible en las venas de las manos. Allí está la fiel secretaria portando cincuenta primaveras tristísimas al Servicio de la Compañía.
—Cinco minutos. Termino de preparar unos papeles —apunta con voz tranquila desde el otro lado del intercomunicador el señor J.
—Perfecto. Bueno, ya le ha escuchado —indica la secretaria dirigiéndose al familiar para añadir con un tono más conciliador—: Espere ahí un momento. Si le apetece puede sentarse en ese sofá, señor Nobody.
Son las siete y cinco y se abre la puerta del despacho principal.
—Adelante, puede pasar ya.
—¿Qué tal? ¿ Cómo se encuentra hoy mi cuñado preferido? —dice el señor Donaldson—. Venga, pasa…
El cuñado está desaliñado y huele a tabaco, alcohol y sudor en una mezcla insoportable. Ese olor hediondo de los mendigos que llevan días sin lavarse. Aunque lleve una camisa de Armani y un traje de Valentino impecable su aspecto es inmundo.
—Me siento muy mal —confirma.
—Ya, ya te veo… ¿Pero qué te pasa? —pregunta el señor Donalson.
—¿Qué me pasa? ¿Qué me pasa? ¿Qué me pasa…? —grita in crescendo.
—¡Ey! ¡Ey! Relax… —El señor Donalson le invita a calmarse con un gesto de palmas hacia el suelo y una sonrisa. Añade—: Con esa pinta no puedes ir a casa. Menuda se pondría mi hermana. Además, ahora mismo te pasas por el hotel del grupo, duermes, te aseas, te afeitas y vuelves a casa como si hoy hubiéramos estado todo el día juntos. Yo te cubro. Que para eso somos cuñados. Venga, arriba ese corazón y esa cabeza. —Anima a su cuñado dándole palmaditas en el hombro izquierdo y apretándole la mano con firmeza—: Pero, macho, ¿por qué estás así?
—Han reabierto el caso. Han aparecido nuevas pruebas. Creo que la Guardia Civil me está pinchando el teléfono. Me vigilan.
—Pero ¿de qué hablas? ¿Estás neurótico o qué?
—No, no estoy neurótico. Estoy agotado. No puedo quitarme toda esta mierda de la cabeza.
—Venga, hombre del norte. ¿Qué coño te está pasando? Tú eres el señor Nobody, no existes. ¿Sabes? No tengo que recordarte nada. Nobody else, nobody knows, nobody cares.
—Aquello fue una mierda. No estuvo bien. No tenía que haber participado en la barbarie.
—Oye, venga, ya, tío, ¡cállate! —le grita—. Este no es el sitio ni la hora. Estás empezando a preocuparme. Hay que mantener el pico cerrado. Tú deberías saberlo. No me comprometas, ¿eh?
El señor J. maneja perfectamente las situaciones de estrés, se levanta, se acerca al mueble bar y retira un vaso con hielos para servirse un café solo. A continuación saca un cigarrillo y lo enciende.
—¿Quieres uno? —Le ofrece.
—No, gracias. Estoy saturado de nicotina. He fumado más en este mes que en el último año —dice el cuñado, y con bastante enojo le reprocha—: Tú estás muy tranquilo… Tú sí. Siempre estás tranquilo. Controlando toda la situación.
—No me jodas. ¿Pero a ti qué te pasa?
—Los avances científicos han mejorado las técnicas de identificación por huella. No teníamos que haber dejado los guantes allí. Todos los tiramos encima de las chicas. Me han filtrado que están trabajando con ellos en Criminalística. Que a través de un pequeño fragmento incrustado en la parte interior de los guantes pueden identificarnos a todos. Nuestras huellas palmares ensangrentadas también están en las puertas, en las sillas, por todas partes del escenario del crimen. Sin contar el ADN. Están usando otra vez cámaras de alta resolución con no se qué productos químicos. Se lo llevaron todo. Tú lo sabes… Puertas, mesas, sillas, hay huellas por todas partes.
—¿Pero de qué coño hablas?
—Eres un cacho cabrón. Un cacho cabrón hijo de puta. Si tus empleados supieran lo que has hecho, si supieran quién eres realmente, te vomitarían en la cara. Y tu mujer, y tus encantadoras hijas.
—Y cállate ya que me estás poniendo negro.
El acaudalado empresario se acerca al cuñado y le propina un puñetazo en la cara, más o menos entre el pómulo derecho y el labio. El cuñado aterriza en el sofá de cuero azul. Le mira aterrorizado. Siente el miedo. Siente la ira del asesino, pero saca una pequeña sonrisa maliciosa y se dirige nuevamente a él.
—No me vas a acobardar… ya no.
—Mira, macho… —El señor J. se sienta a su lado, y en tono conciliador le dice—: Aquello fue en un invernadero. Tú deberías saber ya que aunque las huellas permanecen en el tiempo, las condiciones medioambientales determinan su grado de conservación. La cresta en la humedad se expande y se pierde información. Deberías estar tranquilo. Y callado. El poder y el silencio se pagan. Deberías saberlo.
Ilustración de Paloma Muñoz
—No. No lo sabía cuando llegué a esta familia. Yo era un hombre de pueblo, un tío normal y feliz con sus galgos y su ganado. Y me has convertido en una marioneta de tu empresa. No estoy tranquilo. Todo me supera.
—¡Venga ya! ¡Vas a comparar tu vida de mierda con la vida que tienes ahora! Puedes viajar todo lo que quieras, tienes a tu disposición todas las putas que quieras, tienes dinero, hoteles, coches, motos, casas por medio mundo, amigos, y la seguridad del poder. Ahora ya perteneces a un clan donde nos ayudamos y nos protegemos todos. Nunca lo olvides.
—Pero es que han vuelto a interrogarme. Han vuelto. Y han salido en las noticias nuevas pruebas. La sargento Juanito no para de salir en las noticias apuntando el tema de las huellas, que si hay muchísimas, que si todos los muertos hablan, que si su equipo está procesando nuevamente los datos y cotejándolos con las nuevas bases del SAID (un sistema automático de identificación dactilar). Y un tal sargento Domínguez, que asegura que se conseguirá la reconstrucción total de las huellas de las chicas. Y otro tal brigada Raúl que trabaja con los objetos y lo coteja con las palmares.
—No tienen ni idea. La Guardia Civil sabe que no hay nada de dónde tirar. Ninguno de nosotros está en su base de datos. No somos delincuentes. Por eso queman los cartuchos e intentan cerrar el cerco y lo publican en la prensa, para acojonar, para que alguno se vaya de la lengua, pero nadie se va a ir de la lengua. Estate seguro.
—Y eso del tratado Prum… Comparten huellas con otros catorce países…
—Ya está bien. Le das demasiadas vueltas a las cosas. Relájate ya de una puta vez.
—No estuvo bien. Cada vez que veo a mis hijas me acuerdo de aquello. De aquellas dos chicas, de lo que les hicimos. No era necesario.
—Sí, sí lo era. Era una prueba de lealtad. Era una prueba para que tú hicieras lo que nosotros te dijimos. Para que lo hicieras, sin rechistar. Para saber hasta dónde podrías llegar para estar a nuestro lado. Las chicas fueron daños colaterales. Hay miles de chicas.
—Sí, pero eran chicas normales, como tus hijas, con toda una vida por delante.
—No digas majaderías. Eran unas pequeñas delincuentes. Carne de cañón. Carnaza de embarazos prematuros y vida entre drogas y churumbeles.
—Ya nunca lo sabremos.
—Oye, de verdad, o te callas de una vez o voy a tener que tomar medidas.
Entonces el señor J. se levanta, se dirige a su mesa de trabajo, pulsa el intercomunicador y dice:
—Marisa, por favor, dígale al doctor Perezuela, de la Clínica Mistral, el responsable de la vigilancia de la salud de nuestra empresa, que tengo una urgencia código 1, y que tiene que venir lo más rápido posible con el equipo.
Al otro lado se escucha:
—De acuerdo. Ahora mismo le digo que venga.
El señor J. se dirige a su cuñado, se pone a su altura, le mira a la cara y con cierto aire paternal le comenta:
—Mira, en serio, no estás bien. No puedes estar diciendo tantas tonterías a estas horas de la mañana. Te inventas cosas, te estás empezando a volver loco…
—No, no me invento nada. Tú sabes que no.
—De acuerdo. Vamos a hacer una cosa. Ahora cuando llegue el doctor Perezuela, te vas a ir con él unos días, a su casa, al campo, a respirar aire puro, ¿de acuerdo? Y después, a la vuelta, ya veremos si cursamos una baja laboral o seguimos adelante con tu internamiento.
—¿A mí?
—Sí, a ti. Es por tu bien —puntualiza el señor J.—. No debes hablar con nadie. No debes hablar simplemente…
El hombre delgado, el señor Nobody, casi cadavérico, se levanta, se quita la chaqueta, se remanga, se afloja aún más el nudo de la corbata, se desabrocha los dos botones superiores de la camisa, comienza a sudar, un sudor frío, un sudor de mierda que le corta la nuca… Algo va mal. Y apunta:
—Esto no es lo que esperaba de ti. ¿Me vas a internar en un manicomio? ¿En serio?
—Sí. No cabe otra… O eso, o te tiras ahora mismo por la ventana. O puede que mañana aparezcas muerto en tu Porsche descapotable por sobredosis. Pero no podemos permitir que un panoli como tú nos denuncie a todos. Porque eres un flojo de mente y de corazón. Y me avergüenzo. No debería haber contado contigo. No tienes cojones.
—¿Puedo irme? Necesito respirar, me ahogo —pregunta el señor Nobody dirigiéndose a la puerta. Entonces el gran hombre se interpone en su camino y le frena en seco.
—No. De aquí ya no sales a no ser acompañado y bajo supervisión médica. Siéntate en el sofá, abre las piernas, coloca la cabeza entre ellas, respira. Y si te mareas, túmbate.
—Pareces una buena persona pero eres un monstruo —bufa el señor Nobody y recula hacia el sofá nuevamente. Muy triste, con la mirada perdida en el gran ventanal desde la que se divisa todo Madrid añade—: Todavía puedo verte devorando los dedos de los pies de esas chicas, uno a uno, mientras lloraban desesperadas y gritaban de dolor, todavía vivas. Las chicas de Socuellamos, ¿lo recuerdas? Y a tu gran amigo, el Perezuela, arrancándole los pezones, y a todos los bárbaros destrozándolas por dentro y por fuera. De eso no me voy a olvidar nunca.
—No sé qué te has tomado, de verdad, cabrón, pero deja de decir todas esas gilipolleces o te daré otro puñetazo.
—Voy al baño, necesito lavarme la cara.
—Sí, por supuesto, pasa aquí, al aseo, y si quieres, en la estantería hay un poco de coca. Creo que necesitas relajarte. Tómate una rayita.
Entonces, el flojo, el débil, el poca cosa, el señor Nobody se arrastra hacia ese minúsculo cubículo llamado aseo, se mira en el espejo, observa lo poco que queda de aquel hombre que fue, no puede ni sonreír a su reflejo, saca su teléfono móvil Samsung S7 y pulsa la tecla roja con un cuadrado negro. Stop. Y para la grabación. Acto seguido la comparte en su Facebook. Millones de usuarios en red la escuchan y la comparten. Su mujer, sus hijas, sus amigos, sus empleados, todos perplejos.
Y después, después abre la ventana de aquel aseo minimalista y se tira al vacío.
*********
*Esta historia es pura ficción. Cualquier coincidencia con la realidad será un despropósito del azar.
Esta historia se publicó por primera vez en:
Y la ilustración pertenece a Paloma Muñoz
¿Te ha gustado esta publicación? Descubre más aquí.