Ilustración de José Vicente Santamaría
Errare humanum est, dijeron los clásicos.
Durante años he compartido tertulias durante las comidas con un investigador de la Guardia Civil. Siempre me ha sorprendido la serenidad con la que hablaba de las cosas hasta el punto donde el secreto sumarial le permitía. Había días que llegaba especialmente contento. Imposible no intuir que habrían cerrado un caso. Entonces, se sentaba a la mesa satisfecho y nos narraba el hecho criminal de forma sencilla y la reconstrucción del o de los posibles escenarios. A mí los crímenes sexuales me producían especial interés, por ser mujer, supongo: dónde la raptó, donde la torturó, dónde la mató y donde la escondió. Cómo entrevistaba a las personas para valorar su fiabilidad y veracidad. La psicología de la investigación criminal al servicio de la justicia… —yo ni parpadeaba, me producía interés y admiración—. Pero también pensaba: «¡Para esto hay que valer!». Es como lo de ser cirujano. En nuestro país hay gente que hace cosas tan extraordinarias…
Allí, entre ensaladillas rusas y bacalao con tomate (plato estrella de los miércoles) empecé a oír hablar de la ciencia forense, de la criminalística, de cómo se procesa una escena del crimen o delito, de las miradas panorámicas y de lo que hay detrás de las decisiones de un criminal. Entre un pásame el pan y déjame la sal se hablaba de las variedades de criminales, del estudio del modus operandi, de las huellas, del placer del sádico, de los asesinos por venganza o de los pactos de sangre como si tal cosa.
Un día le pregunté por el caso que más repulsa le había causado. «Todos los de niños», me respondió. Y concretó que un tal Alexander Pichushkin les dijo a los jueces que había perpetrado 62 asesinatos y mi amigo lo recordaba por una frase que no pudo quitarse de la cabeza: «El primer asesinato nunca se olvida, es como el primer amor». «Fíjate el desorden mental que tenía el sujeto para mezclar dos cosas tan dispares», apuntó. Pichushkin fue un asesino en serie que buscaba notoriedad. Estaba obsesionado por descubrir vislumbrar a los más inteligentes utilizando la sed de poder y control como leitmotiv de su vida.
Los asesinos en serie ahora usan las redes sociales, internet y en concreto Youtube como elemento amplificador. También cuentan con los móviles, ya al alcance de cualquiera, y se graban y envían datos de forma instantánea. Por triangulación se puede saber dónde está una persona en un determinado momento. Así es que si el asesino lleva el móvil encima y el cuerpo del delito existe, será fácil demostrar que esa persona estaba allí a una hora determinada y que, cruzada con la hora en la que murió la víctima, puede involucrarle en el asesinato. Lo malo es cuando no aparece el cuerpo.
—Asesinar no es fácil —me explicaba el guardia—. Existe lo que llamamos “Ley de transferencia”. Nadie puede cometer un crimen con la intensidad y fuerza que la acción requiere sin dejar ni llevarse nada de la escena. Eso a cualquier asesino debería ponerle los pelos de punta. Hay pruebas que permiten esclarecer todo: huellas dactilares, huellas de pisadas, vehículos, ADN localizado en sangre, residuos, cigarros, etc. Por muy limpio que quiera dejarse todo, la ciencia está al servicio de la ley. Pero la verdad siempre sale.
—¿Sabes?, hace tiempo empecé un relato diciendo que los muertos hablan…
—Sí, así es… y muy fuerte —puntualizó—. Lo curioso es que a veces llevamos tapones y obviamos cosas, y aunque lo tenemos delante no lo vemos.
—¿Qué te parece el libro de Borges titulado Morir no es para tanto?
—Literario, profundísimo. Sí, lo conozco, pero no tiene que ver con esto. Si quieres leerte un libro sobre el tema, te recomiendo cualquiera del doctor Maples, un antropólogo forense que examinando un solo cráneo es capaz de saber la edad, el género, la etnia de la persona, si murió asesinado y quién pudo ser el asesino. Increíble, ¿verdad?
Llegados a los postres, y conocedores de que se acababa el tiempo de tertulia, rotábamos el tema hacia lo cómico: de cómo se delataban los testigos, de por qué habían hecho las cosas mal, de la ignorancia, la imprudencia, o la lealtad extrema, que a veces también resultaba cómica.
Lo cierto es que querría escribir un libro con todas esas historias que fui escuchando durante tantos miércoles. Y creo que lo haré. Pero, por el momento, os presento esta edición de Surcando Ediciona, tan cargada de crímenes imperfectos que no os dejará indiferentes. Y os dejo con una reflexión final de Buda: «Solo hay tres cosas que no se pueden ocultar por mucho tiempo: el sol, la luna y la verdad».
A disfrutar.
Este prólogo se publicó por primera vez en la 24 convocatoria de Surcando Ediciona.
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La ilustración pertenecen a:
José Vicente Santamaría
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