Ilustración de Rosa García. Todos los derechos reservados.
Ya lo sabes.
Estábamos en el quinto pino. Bailábamos. Ya no éramos adolescentes, entre la cuarentena y la cincuentena, más bien. Tampoco teníamos obligaciones más allá de volver a casa lo suficientemente lúcidos para no tropezar con las escaleras. Pero al menos ya no daríamos el cante delante de una madre controladora. Había muchísima gente allí. Olía a sudorcillo de fiesta y se apreciaba a gente animada por todas partes. Los bailarines marcaban el ritmo desde el escenario y tenían incluso un presentador. Daba igual que hubiéramos estado en África bailando zulú o en Irlanda en agrupaciones de danzas céilís. Estábamos en la feria del pueblo; reíamos, bailábamos, bebíamos y hacíamos fotos sin parar. Creo que ese fue un momento de felicidad. Seguro.
A eso de las cinco nos fuimos a dormir a su casa. Todavía no vivíamos juntos, sólo compartíamos algunas noches. Éramos mucho más que novios y mucho menos que esclavos de rutinas. No sabría decir… En un punto intermedio entre lo uno y lo otro. Caímos rendidos al primer minuto. Teníamos el alma molida.
Al día siguiente, al despertar, alargué la mano y consulté el teléfono. Dormíamos desnudos, abrazados, sonrientes, escuchando nuestros ronquidos, nuestro respirar sobre el pecho. Abrí la nueva convocatoria de Surcando Ediciona: Miedo. «¡Madre, qué título tan trascendental!». Y como soy de espíritu optimista, pensé que algo tendría que aprender yo de esto. Así que me quedé mirando el techo dos o tres minutos.
Después, me giré hacia él y le acaricié la nuca. Cuando él estaba abriendo los ojos, le miré, le sonreí y le pregunté:
—Señor amor, ¿qué crees que es el miedo?
—¿Miedo? ¿Qué es eso? Me acabo de despertar… A ver… Déjame que piense… Lo primero: ¡Buenos días! Bien —carraspeó—, es lo que nos impide ser felices, o al menos eso dice Jorge Bucay. Espera, que recuerdo el pensamiento. Algo así: «las personas no son felices porque sienten miedo, culpa, o vergüenza, o en combinaciones de a dos, o todo a la vez».
—No estoy segura, pero puede que tenga razón Jorge Bucay. Lo estudiamos, sí, es un tema muy interesante. Creo que nos ayudará a compartir algo más, a conocernos todavía más si cabe. ¡Buenos días, cielo! —contesté.
—¿Cómo te sientes tras los gintónics y la fiesta de anoche?
—Bien, tranquila, me gusta despertar a tu lado. Me gusta verte sonreír y necesito sentirte aquí, siempre, conmigo.
—Gracias, te digo lo mismo. Hoy estás cariñoso. Sí, lo noto.
—Sí, amor, hoy estoy cariñoso —me respondió cogiéndome de la cintura.
Y entonces nos apretamos con fuerza y nos hicimos el amor, como si fuera la primera vez y la última: mezcla de respeto e inocencia al principio y de locura al final. Luego nos duchamos y nos preparamos para desayunar cerca de la una de la tarde. Sin prisa. Seguro que la comida llegaría a las seis o más. No había prisa nunca, cuando estábamos juntos llevábamos nuestro propio ritmo.
En el desayuno, sentados con las tostadas de tomate y aceite y el café descafeinado, volví a preguntarle por el miedo. Estuvimos largo rato revisando los míos y los suyos, cosas bastante normales. Por mi parte tenía miedo a las serpientes, a las arañas, a los huesos que sobresalen más de un centímetro de la piel, a que pierda los dientes, a la enfermedad que te incapacite, al Alzehimer por ejemplo, también a que me roben con intimidación, a que se injurie mi persona, pero sobre todo, a la mentira. Ese es mi miedo más horrible. Que se construyan mentiras a mi alrededor.
Por su parte, miedo a quedarse calvo, miedo a los ruidos en la noche que no se pueden justificar, miedo a que le pase algo a su hija o no tenga un futuro digno, miedo a vivir situaciones extremas de dolor y enfermedad entre sus seres queridos, miedo a que le engañe y le deje, miedo a la soledad. Y aquí le brilló un recuerdo en el fondo del ojo, algo que ya había dolido antes. Lo vi.
Lo cierto es que había escuchado durante días la palabra miedo muchas veces. A veces tengo la sensación de que escribo cosas que de una manera o de otra forman parte activa de mi vida. Mi hija tenía pesadillas por la noche y no quería dormir sola, mi madre tenía miedo de operarse de la rodilla porque no había una garantía total de la recuperación, mi padre tenía miedo del examen médico para renovar el carnet de conducir porque de un tiempo a esta parte sentía que estaba peor de la vista y de los reflejos, y claro, no renovar el carnet era un varapalo a su autoestima. En fin, que de algún modo el miedo se instala en nuestras vidas, se instala y come a bocaditos la zona de confort y hace un agujero negro por donde se escapan la seguridad, la autoestima y la valentía de las personas. Miedo es lo contrario a vivir.
Empecé a escribir esto a las tres de la tarde, después de comer, en su ordenador, con una camiseta de Ávila puesta, unos calcetines y el pelo sujeto con un bolígrafo. Loco y despeinado.
Se acercó por detrás y leyó. Le gustaba mucho hacer eso. Y me sujetó la nuca y me besó en donde nace el pelo y detrás del lóbulo de la oreja. Y me arqueé hacia atrás. Ya no había forma de seguir escribiendo. Volvimos a hacer el amor.
Ilustración de Rosa García
A eso de las cinco de la tarde, mientras yo me daba otra ducha, recibió una llamada en su móvil. Entonces noté en el tono de su voz la incomprensión. Y un no, no puede ser… ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? Y millones de kilos de tristeza resbalarle encima.
Me sequé corriendo. Era consciente de que algo malo acababa de pasar. Bajé la escalera del dúplex. Él estaba temblando con el teléfono en la mano.
—¿Qué ha pasado?
Inmóvil, con la mirada perdida en el infinito blanco de la pared, no podía ni contestar.
—¿Qué pasa? Venga, di algo, me estás poniendo nerviosa —le zarandeé el brazo.
Entonces tiró con furia el teléfono sobre el sofá y se giró hacia mí. Me abrazó. Me abrazó con fuerza y desesperación y me dijo:
—Cris ha tenido un accidente. Está muy mal… La llevan al hospital. No saben si va a salir de esta.
Permanecimos así, fundidos, en silencio, pensando que aquello no era verdad. Que esa noticia no podía ser verdad. Si habíamos estado juntos hasta las cinco de la madrugada, si estábamos llenos de vida, de amor, de alegría… Ese cuento no iba con nosotros. Nos acababan de contar algo ajeno. No podría ser. Lloramos en silencio. Sin poder hablar. No hacía falta tampoco.
Puede que pasaran cinco, diez, quince minutos, ¿quién sabe? Entonces sucedió algo. Algo inesperadísimo. Me cogió la cara con las manos, me levantó la cabeza, me ordenó:
—Mírame.
Y yo le obedecí sin casi ganas. De la tristeza que sentía…
—Creo que ya sé cuál es el miedo más grande. Amor, el miedo más horrible que no podría soportar, ese que no había tenido en cuenta por evidente y presente, es algo tan necesario en mi vida como respirar o comer. No he tenido en cuenta algo que puede pasar en cualquier momento. El miedo a perderte para siempre. No perderte porque me dejes y sepa que estás viva en otra parte del mundo, brindando o soñando o simplemente escribiendo lo que te hace tan feliz. No. Es el miedo a que desaparezcas de la faz de la tierra para siempre, a que la muerte te abrace y te lleve con ella.
—No pienses en eso. Somos jóvenes todavía. Tenemos mucha vida por delante.
—Sí, acabo de verlo. Es una revelación. Quiero cuidarte, quiero estar contigo siempre. Déjame, nena. Déjame disfrutarte y que me disfrutes. La muerte puede llegar en cualquier momento.
—Yo me cuido, ya ves. Como bien, hago deporte, no fumo —le animo.
—Pero que puede pasar en cualquier momento —repite.
—De acuerdo, pero no puedes vivir con ese miedo.
—No, no vivo con ese miedo. Vivo con la tranquilidad de haber disfrutado el día al cien por cien contigo. Y te diré todo lo que quiera decirte en cada momento, y te besaré y te abrazaré y te haré el amor siempre que quiera, y tú a mí.
—De acuerdo, así viviremos, con más alegría, supongo. —Y le di un beso largo y bonito.
—Te quiero, vida, así viva. No hagas tonterías. Piensa que aquí hay un hombre que se preocupa por ti, piensa antes de hacer las cosas. Eres demasiado impulsiva, demasiado osada. Y estás muy loca.
En la radio sonaba una canción de Marta Soto que escuchamos en silencio. Decía algo así:
Y estoy corriendo en dirección contraria a tu vivir
Y tú, que sabes bien que no hay final,
que no hay final sino verdad que logré hablar,
y proponernos un vuelo libre sin ningún miedo (…)
Y me acordé de Cris. Y ahora sí, abrazados, lloramos de furia y de tristeza. Juntos. No creo que hubiera en el mundo otra pareja más enamorada y cómplice que nosotros en ese momento. Ni creo que la habrá jamás.
Esta entrada se publicó por primera vez en SURCANDO EDICIONA
La ilustración pertenece a Rosa García
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